MÉXICO, un país atrapado en la simulación

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por Mario Campos

México enfrenta una coyuntura muy preocupante en la que  las tradicionales crisis económica y social están acompañadas por una crisis política -sin liderazgos en el gobierno ni en la oposición y sin una agenda clara de salida-,  y con la complejidad de tener que encontrar las respuestas desde un entorno en el que aparentemente todo está bien. Porque México ha logrado perfeccionar, en su sistema político, la simulación, en la que todo parece estar bien, aunque poco funcione en la realidad.

A continuación se presenta un diagnóstico de México, y su vida política, en el inicio del año 2016.

México, un país en crisis.

Tradicionalmente en México la idea de crisis se asocia a elementos económicos: la devaluación de 1982, la hiperinflación de los 80, el llamado error de diciembre o efecto tequila de 1994 o la contracción de la economía de 2008-2009. Sin embargo, en está ocasión la crisis que vive el país está definida por otras coordenadas y es de alcances mayores. En primer lugar, porque es una combinación de crisis social con crisis política; en segundo, porque no es coyuntural sino estructural.

1. La crisis social

1.1 México es un país rico con más de la mitad de su población viviendo en la pobreza. No se trata de una afirmación retórica, es la realidad. La economía mexicana es por el tamaño de su Producto Interno Bruto la número 15 del mundo. En áreas específicas es incluso potencia mundial. Por mencionar sólo dos ejemplos, la República Mexicana se encuentra entre las 10 naciones con más turistas a nivel global, y en el sector automotriz, es uno de los cinco principales exportadores de automóviles en todo el planeta.

El problema es que esa cara de país atractivo, conectado con el mundo y con grandes recursos, convive todos los días con otra dimensión en la que de acuerdo con cifras oficiales 63.8 millones de mexicanos (53.3% de la población) no tienen un ingreso mínimo para cubrir sus necesidades básicas, y hay 24.6 millones (uno de cada cinco mexicanos) que no tiene el ingreso suficiente para comer. Tan sólo del 2012 al 2014, de acuerdo a datos del Coneval -el Consejo encargado de medir la pobreza en el país- 2 mil 470 personas entraron en la pobreza cada día.

Pero México no sólo es un país pobre, es también un país desigual. Un reporte de Oxfam publicado en 2015 estima que 1 por ciento de la población concentra 43 por ciento de la riqueza nacional. Lo revelador de esos datos no sólo es la dimensión del problema, sino que muestra el fracaso de las estrategias que se han seguido durante las últimas décadas para cambiar la situación. Dos datos lo muestran: el PIB per cápita del 2014 es 9.3% menor al que se tenía en 1992 y el porcentaje de mexicanos en condición de pobreza es exactamente el mismo: 53 por ciento. Es decir, que ni los acuerdos comerciales, ni las reformas económicas, ni los programas sociales, ni el (pobre) crecimiento económico de estas décadas han tenido un efecto significativo en la redistribución de la riqueza en el país.

1.2 A esta dimensión de la crisis -que va más allá de gobiernos y partidos- se agrega un elemento que se ha agudizado en los últimos años: la crisis en materia de derechos humanos. Durante el 2015 el sistema de justicia del país fue puesto bajo la lupa por diversos organismos como la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) y el Alto Comisionado de Naciones Unidas para los Derechos Humanos. En esas y otras evaluaciones resulta claro que México tiene un gravísimo problema.

Para documentar el pesimismo: 98 por ciento de los delitos queda impune. Ya sea por falta de denuncia o por malas investigaciones, la falta de castigo es la norma y no la excepción. Y esa dinámica, presente para los delitos cotidianos, se vuelve todavía más lacerante cuando hablamos de crímenes como los asesinatos o las desapariciones forzadas.

El caso de la desaparición de 43 estudiantes de la escuela Normal de Ayotzinapa, en septiembre de 2014, entregados por policías locales a miembros de crimen organizado, es el caso que más atención ha recibido dentro y fuera del país, pero no es el único.

Los testimonios recabados en la visita a México de la CIDH durante el 2015 son desgarradores y dan cuenta del peregrinar de familias a las que les desaparecieron a uno de sus miembros y han tenido que enfrentar a autoridades insensibles, sin voluntad de resolver los casos.

La crisis de seguridad pública -que significó 121 mil muertes en el sexenio de Felipe Calderón y alrededor de 47 mil en lo que va del actual, de acuerdo con cifras oficiales- se ha ido transformando, para bien, en una crisis de derechos humanos. Para bien, porque ya se ha ido entendiendo que no es un problema únicamente de policías: es un problema del Estado en su conjunto. Un Estado que en los hechos es incapaz de cumplir con su primera tarea: la protección de sus habitantes.

Ante esta realidad, es claro que el sistema de justicia no tiene una vocación de cuidado de los derechos, sino que es un instrumento de control político. Esta afirmación se pone en evidencia con la presencia de casos de alto impacto mediático: Sin duda, dos ejemplos claros, son la captura de Elba Esther Gordillo ex presidenta vitalicia del sindicato de maestros, quien cayó en desgracia y se le acusó de múltiples delitos (muchos de dominio público), sólo hasta que fue percibida como una opositora de la reforma educativa propuesta por el gobierno. Criterio que no se siguió con otros líderes sindicales, como el que encabeza el de Petróleos Mexicanos, quien pese a tener mala fama pública, mantiene su posición como un hombre que ha jugado un rol cercano al gobierno en la reforma energética implementada en el país.

Este uso discrecional se reproduce con los gobernadores. Así como hay acusaciones mediáticas o jurídicas contra algunos ex mandatarios por sospechas de corrupción, otros mantienen sus carreras políticas sin mayor problema. Y en no pocos casos, es evidente el uso de las herramientas -como averiguaciones previas u órdenes de aprehensión- en contra de personajes o grupos incómodos como las autodefensas o dirigentes magisteriales.

En México el sistema de justicia no funciona como una garantía para los ciudadanos, sino como una extensión del poder político. Y en ese sentido, su eficiencia está en función de las agendas políticas o de la red de relaciones de los involucrados.

2. La crisis política

Estas dos crisis tienen un correlato en lo político. La falta de resultados para la sociedad, el desfile de escándalos de corrupción (la llamada Casa Blanca, adquirida por la esposa del presidente a un constructor proveedor del gobierno; las grabaciones de presuntos actos de corrupción de la empresa española OHL, etcétera) y la pobre percepción de mejoría con la alternancia partidista ha derivado en un desencanto con la clase política y la democracia como nunca se había visto.

Un comparativo del diario Reforma publicado en el mes de diciembre de 2015, muestra que el actual gobierno es el peor evaluado de los últimos cuatro en este momento del sexenio. Mientras a la mitad de su gobierno a Ernesto Zedillo lo aprobaban 60% de los mexicanos, a Vicente Fox 58% y a Felipe Calderón 52%, a Enrique Peña Nieto sólo lo aprueba 39% de la población.

Pero esta decepción no es sólo con el gobierno federal: las encuestas sobre confianza en las instituciones muestran también una tendencia a la baja y en la medición del Latinobarómetro, que mide la satisfacción de un país con la democracia, muestra que México es el país más insatisfecho de toda América Latina, con sólo 19 mexicanos satisfechos por cada 100 habitantes.

3. La Madre de todas las crisis: el simulacro

¿Cómo entender que un país con los problemas sociales que tiene México, con la baja aprobación del gobierno federal, con el desprestigio de la clase gobernante en general, no viva un conflicto o un proceso de emergencia de nuevos actores como se están viviendo en diversas partes de mundo, incluyendo América Latina?

Porque en México hay las condiciones ideales para un conflicto político, pero no hay actores que lo encabecen ni un proyecto que permita darle cauce al malestar. Lo que hay en realidad es sólo un estado de ánimo, evidente en todas las encuestas, pero no articulado. Hay un enojo que no tiene forma, intención, ni liderazgo. Las variables que explican este fenómeno son diversas:

3.1 La oposición no es oposición.

En cualquier parte del mundo un gobierno que llega a las elecciones de medio término con tan baja aprobación es la mejor garantía para un triunfo de la oposición. En México pasó lo contrario: el gobierno obtuvo, junto con sus aliados, la mayoría en la Cámara de Diputados y los principales partidos de oposición, el Partido Acción Nacional (derecha) y el Partido de la Revolución Democrática (izquierda) obtuvieron sus votaciones más bajas en muchos años.

¿Por qué? Porque para el elector -más allá del votante duro de cada partido-, votar PRI, PAN o PRD es irrelevante. Durante los 12 años que gobernó Acción Nacional no fue capaz de construir un sello de gobierno propio. Sus principales banderas de honestidad y ciudadanía se quedaron en el camino; y todos los gobiernos estatales que ha tenido el PRD (salvo el DF), los ha perdido: Tlaxcala, Zacatecas, Michoacán, Guerrero, Chiapas.

Tan es así que lo que pasó en la elección intermedia es que los que capitalizaron el malestar fueron algunas de las candidaturas independientes (como el ahora gobernador de Nuevo León, el alcalde de Morelia, un diputado local en Jalisco y un diputado federal), y las nuevas fuerzas electorales. Para darnos una idea de ese movimiento: si en las elecciones federales anterior el voto por PRI, PAN y PRD concentraba arriba del 75 por ciento, en la pasada elección el voto por esas tres fuerzas sólo fue de alrededor del 60 por ciento.

Es decir, que al menos en las principales fuerzas políticas no se ve una ruta de salida. Y la percepción es que no la es porque en realidad, más allá de las diferencias discursivas, no son un contrapeso real dado el sistema de complicidades y corrupción que inhibe una presión seria. En lugar de una disputa real hay un acuerdo tácito de reparto de posiciones entre el mismo grupo gobernante, más allá de que esté estructurado en diversos partidos con conflictos ocasionales.

Y aún en el caso de los políticos que pueden ser percibidos como algo distinto, el caso más notable podría ser el de Andrés Manuel López Obrador, tampoco ha sido capaz de articular una oposición sistemática.

3.2 No hay liderazgos emergentes.

A diferencia de lo que ha ocurrido en otros países como España, en donde la crisis económica derivó en el nacimiento de una nueva clase política (con partidos políticos como Podemos y Ciudadanos), en México no ha pasado nada parecido.

Ni siquiera ha ocurrido como en sexenios anteriores con el tema de la inseguridad, en donde algunas víctimas -Alejandro Martí o Javier Sicilia, por mencionar dos casos conocidos- se volvieron las caras visibles de un movimiento social más o menos organizado.

Aquí no hay líderes. La prueba es que ninguno de los escándalos mayores: la revelación de la Casa Blanca, la casa del Secretario de Hacienda vendida por un proveedor en condiciones ventajosas, las desapariciones de Ayotzinapa, las violaciones en derechos humanos como las ocurridas durante los enfrentamientos protagonizados por fuerzas federales en Tanhuato o Apatzingán, la fuga de Joaquín, el Chapo, Guzmán, ha derivado en la formación de liderazgos sociales o políticos.

3.3 No hay una hoja de salida.

La ausencia de figuras relevantes tiene otra arista igual de seria: tampoco hay un plan para hacer las cosas distintas. El caso más evidente fue el de las movilizaciones que siguieron al caso Ayotzinapa. Miles de personas, especialmente jóvenes, pero también clases medias más politizadas salieron a las calles a manifestar su rechazo. Sin embargo, ese movimiento nunca derivó en una agenda concreta. No hubo pliegos petitorios -necesarios pues el tono de las marchas iba más allá de la aparición de los estudiantes desaparecidos- y tan pronto como terminó el año, la gente volvió de nuevo a su rutina.

El movimiento se desinfló porque no tenía quién lo encabezara y porque no estaba claro qué se pedía ni a quién, más allá de los reclamos aislados de quienes pedían la renuncia del Presidente Peña Nieto.

3.4 No hay conflicto.

¿Y por qué en un país con las carencias económicas, sociales y políticas que tiene México no hay una agenda clara de qué es lo que se quiere? Porque el país no tiene rumbo ni perspectivas de futuro.

En primer lugar, porque -como ha señalado el académico Fernando Escalante en la revista Nexos- el gran proyecto que movilizó la lucha política por décadas se desdibujó: la transición democrática. Durante años eso marcó el conflicto: se sabía cuáles eran las demandas, quiénes las empujaban y quiénes se oponían. Y eso permitió que avanzara el debate público.

A partir del año 2000, el debate perdió sentido porque con la alternancia se dio por hecho que se había llegado al destino y entonces ya no tenía sentido luchar por ello. Quince años después es evidente que no era así. Si durante décadas México vivió un sistema político con un partido hegemónico, sin competencia real (sólo para dar una idea, la primera gubernatura que perdió el PRI fue en 1989, 70 años después de su fundación), ahora lo que existe es una democracia simulada.

Como señala el activista Jacobo Dayan, si un extraterrestre llegara a hacer la autopsia del país y revisara todo lo que se supone que existe, tendría que reconocer que es imposible saber de qué murió pues todo funcionaba a la perfección. En el sistema electoral tenemos un panorama con nueve partidos nacionales que supondrían una competencia real con una oferta variada para los electores; hay un sistema de medios de comunicación privados que se supone tendrían condiciones para garantizar la libertad de expresión y el derecho a la información; existe un amplio número de organismos autónomos para vigilar los derechos humanos, el acceso a la información, etc.

En el sistema político hay además división de poderes, y en cuanto al marco legal nacional y los tratados internacionales, existen leyes para garantizar todos los derechos de quienes habitan o transitan por este país.

El problema es que la realidad no se parece a ese país que existe en el papel. Señalo por ejemplo lo que pasa en materia de libertad de expresión: en teoría hay muchos medios independientes del gobierno y hay todo un marco legal para garantizar su libertad. En la realidad hay controles del gobierno -en los diferentes niveles, vía publicidad oficial, por ejemplo, que se adjudica sin criterios claros- y existen poderes fácticos, desde empresariales hasta del crimen organizado, que pueden controlar los contenidos y en ocasiones hasta las vidas de periodistas.

Y el problema central es que es más fácil pelear por algo que no existe, que luchar por algo que en el papel ya se ha cumplido. ¿Cómo demandar lo que ya se ha ganado? ¿Una ley que proteja a los migrantes? Ya está. ¿Un marco legal que castigue la corrupción? Concedido. ¿Un sistema de poderes y contrapoderes que se vigilen unos a otros? Ya está. ¿Políticas sociales que combatan la pobreza? Hecho ¿Qué más hace falta en México?

El país es experto en simular, en especial en lo político y por eso es tan difícil empujar el cambio sin terminar siendo parte de la misma simulación. El sistema ha aprendido que es mucho mejor asimilar, que confrontar; y ceder (sin cambiar) que tratar de frenar lo que parece justo. Uno de los ejemplos es el proceso de auto exoneración que siguió el Presidente con el conflicto por la Casa Blanca. En el discurso se hizo lo que se tenía que hacer, en los hechos, no pasó nada.

4. La salida (o al menos su búsqueda)

Este diagnóstico, aunque no se haya formulado en los mismos términos, ha sido compartido por un conjunto de organizaciones de la sociedad civil que se ha visto obligado a cambiar sus estrategias de acción política. Si durante años la ruta seguida para impulsar los cambios fue:

• La construcción de agendas con objetivos claros

• La visibilización de las mismas

• La interlocución con el gobierno en sus diversos niveles

• La búsqueda de acuerdos

En los últimos años se han empezado a producir fenómenos distintos. En especial, porque ha resultado evidente -en particular en el campo de los derechos humanos- que en México no hay las condiciones para que esa ruta se traduzca en una transformación de la realidad. Ya sea porque es más difícil darle visibilidad a su agenda, porque no hay interlocución real o porque el cambio es sólo en apariencia, diversos actores han enfocado sus esfuerzos en una dinámica de otro tipo, con las siguientes tres características:

A) Replanteamiento estratégico de la agenda. En no pocos casos, los grupos han tenido que seleccionar mejor las batallas que quieren dar. Ese replanteamiento -que pasa por una autocrítica- ha derivado también en un mejor foco de las demandas, con una mayor intencionalidad. El ejemplo más claro es el de SMART, el grupo que vía el amparo de cuatro personas concretas logró un amplio debate sobre la política de despenalización de la producción y consumo de la mariguana en el país.

En ese sentido se inscriben las acciones de litigio estratégico, que en vez de tomar banderas generales, atienden pocos casos pero muy significativos y con alcances más amplios. Para diversas organizaciones está claro que mantener objetivos muy generales solo conduce a un mal uso de los recursos.

B) Alianzas estratégicas. Ante el tamaño de los retos y el contexto político tan adverso, muchos actores están revisando la necesidad de hacer alianzas y frentes más amplios, incluso cediendo en algunas de sus exigencias para hacer acuerdos con otros actores que permitan optimizar recursos.

El caso de la Acción Ciudadana Frente a la Pobreza, en conjunto con el Instituto de Estudios sobre la Transición Democrática y Sociedad en Movimiento es un buen ejemplo. Los tres grupos desarrollaron, durante el segundo semestre del 2015, una agenda y estrategia común para impulsar políticas de combate a la pobreza.

A través del diálogo entre los diversos grupos dejaron de lado aquellas demandas que pudieran separarlos y trabajaron para articular demandas en no más de 10 puntos concretos. Las mismas fueron presentadas en medios como parte de un frente amplio. Eso permitió obtener mayor presencia en medios y la suma de su prestigio, facilitó la interlocución con otros sectores de la sociedad, autoridades, etcétera.

El resultado de su trabajo fue una mayor visibilización del tema de la pobreza, el gasto presupuestal o el debate sobre el salario mínimo, ente otros temas que lograron empujar en conjunto con diversos actores.

C) Foco en la arista internacional. Hoy México es un lugar con muchas dificultades para hacer política. La simulación, de la que ha ya hablado antes, hace más difícil incidir desde lo local. Muchos medios de comunicación responden a la agenda gubernamental, los actores políticos tradicionales están en sus propias agendas y las instituciones no dan respuesta.

Ante esa realidad, la opción para diversos actores, en especial en el campo de los derechos humanos, ha sido la presión desde afuera. Usando una metáfora del futbol, es como si al jugar en México siempre se hiciera de visitante, en donde el local tiene a su favor todo: el público, el árbitro y hasta el tamaño de las porterías.

La única fuerza real que ejerce presión al gobierno es la que proviene desde afuera, la que cierra la pinza con los actores nacionales.  La presencia en México del Grupo Interdisciplinario de Expertos Independientes (GIEI) de la CIDH, la visita in loco de la misma comisión, la presencia en el país del Alto Comisionado de Naciones Unidas en Derechos Humanos y el recorte desde Washington a la Iniciativa Mérida por violaciones a derechos humanos en México, son ejemplos concretos.

Existe la convicción de que la presión internacional será una variable clave para empujar cambios en el sistema político, tal y como ha ocurrido en otras partes de la región latinoamericana.

5. 2016. Una mirada al futuro inmediato

A pesar de todo lo descrito líneas arriba, en este momento la agenda de los medios está definida en buena medida por la acción del gobierno. Temas como la reforma educativa, y en general las notas sobre las reformas estructurales aprobadas al inicio del sexenio, ocupan buena parte de la agenda mediática.

Sin embargo, entre la agenda gubernamental, la mediática y la de la opinión pública hay una brecha enorme. Según las encuestas, las reformas no son bien valoradas por la opinión pública, que tampoco tiene en este momento una agenda distinta con temas diferentes, pues la agenda de las organizaciones de la sociedad civil en materia de combate a la pobreza, corrupción y derechos humanos tampoco es parte de las conversaciones cotidianas de millones de mexicanos.

En su lugar, lo que hay son múltiples temas: federales y locales, políticos, sociales, deportivos, etcétera disputando la atención de los ciudadanos.

Será en este contexto que se celebren elecciones para renovar gubernaturas en 12 entidades del país: Aguascalientes*, Chihuahua*, Durango, Hidalgo, Oaxaca*, Puebla*, Quintana Roo, Sinaloa*, Tamaulipas, Tlaxcala*, Veracruz, Zacatecas*. A esa lista se debe agregar la repetición de la elección en Colima, que se celebrará el 17 de enero.

El panorama es interesante pues no sólo es posible que se repita el fenómeno de las candidaturas independientes en algunas de esas entidades (en especial si hay problemas en el interior de los partidos a la hora de elegir a sus candidatos), sino que en siete de esos estados (identificados con el asterisco) ya se han vivido procesos de alternancia en el gobierno, lo que las coloca en un alto nivel competitivo.

¿Qué implica que tantas entidades celebren elecciones para la agenda de cambio? Una gran oportunidad.

Primero, porque cada contienda es una ventana que se abre para renovar la discusión pública local. Con las elecciones se generan espacios para colocar temas que pudieran ser relevantes. Si en el 2015 en algunas entidades fue importante el tema de las declaraciones de impuestos, patrimonial y de intereses, conocidas como #3de3, en el 2016 será posible colocar otras exigencias.

En especial si la agenda de cambio (en pobreza, corrupción e inseguridad) conecta con las preocupaciones de los electores. En ese sentido, el debate electoral en las entidades puede ser útil para las plataformas de las organizaciones, si se aprovecha para captar la atención sobre temas de materia de derechos humanos, ejercicio de libertades fundamentales o inseguridad.

En segundo lugar, los y las candidatas estarán en la búsqueda de diferenciadores y elementos de discurso que les permitan marcar su sello propio. En ese sentido, es posible que diversos actores estén más dispuestos a escuchar propuestas desde la sociedad civil, en concreto si perciben que pueden ser bien valoradas por los electores.

En la medida en que las organizaciones puedan traducir sus propuestas en políticas públicas e iniciativas concretas, es más fácil que se inserten en los debates públicos. Esto requiere, claro, de adecuadas estrategias de comunicación, pues en principio cada candidato o candidata definirá su agenda en función de lo que le indiquen las encuestas interpretadas por sus equipos de campaña. Dicho de otro modo: si la sociedad civil quiere ser relevante en el debate público de esas 13 entidades, tiene que destinar recursos de planeación e implementación de estrategias de comunicación, tanto públicas (a la vista de todos), como privadas (de acercamiento con los aspirantes).

Cabe señalar que esta operación deberá ser en el plano local -con actores políticos y sociales locales, y en medios y redes sociales locales- pues lo más probable es que la agenda nacional se mantenga sobre los ejes ya conocidos (reformas, inversiones, etcétera), salvo coyunturas concretas que cambien el sentido de la agenda (nuevos escándalos, tragedias, crisis) y por el interés que puedan despertar algunas de esas contiendas en particular.

Con un matiz importante: si bien el elemento electoral es común a todas esas entidades, cada una presenta condiciones locales muy distintas. No es lo mismo la tradición y las condiciones políticas de un estado como Chihuahua, que la ausencia de vida pública que sufre Tamaulipas dado el crimen organizado, por mencionar solo dos ejemplos.

Esa dinámica se repite en otros campos: mientras algunos estados cuentan con medios de comunicación reconocidos, en otras entidades se sabe del control político que condiciona su operación. Esta diversidad implica que si bien los principios generales aplican para todo el país, es necesario hacer un análisis político para cada caso, antes de establecer los objetivos, las estrategias y las tácticas de acción.

6. Ya estamos en el 2018

Si bien el 2016 estará marcado en lo político por lo estatal electoral y la agenda nacional del momento, es inevitable señalar que lo que hagan o dejen de hacer los actores estará definido por su potencial efecto en las elecciones federales del 2018.

En ese sentido, tanto los que ya han manifestado su interés en la silla presidencial -como Andrés Manuel López Obrador o Margarita Zavala- como los que son incluidos por analistas -Manlio Fabio Beltrones, Aurelio Nuño, etcétera- aumentarán su visibilidad: tomarán banderas, construirán alianzas, atacarán a sus potenciales adversarios...

Del mismo modo, es muy probable que antes de que termine el primer periodo ordinario, en abril del 2016, ya se haya constituido un nuevo marco legal que regule la competencia, con especial acento en abrir otra vez los medios de comunicación a la comercialización de espacios. La demanda ha sido planteada por la industria de la radio y de la televisión y es vista por diversos actores políticos y económicos como una herramienta necesaria para combatir un eventual despegue en las encuestas de Andrés Manuel López Obrador.

Si bien este escenario de intensa lucha política puede parecerse a lo señalado para los estados, en realidad obedece a una lógica distinta. Mientras que en lo local sí será posible incidir en la agenda de los aspirantes, medios y ciudadanos, en lo nacional la lucha se definirá en otras coordenadas como la cobertura mediática, la disputa al interior de los partidos y entre los mismos. Es decir, que las organizaciones deben monitorear de cerca el proceso -para reaccionar cuando existan temas de su agenda- pero deben resistir la tentación de ser parte del juego de los diferentes aspirantes.

7. Conclusiones y recomendaciones estratégicas

Las organizaciones de la sociedad civil tienen frente a sí un panorama complejo, lleno de contradicciones. Por un lado, hay una urgencia de incidencia social ante las diversas crisis, por el otro, no hay buenas condiciones políticas en el país para ello.

El esfuerzo para tener presencia, como el generar contenidos, recomendaciones, foros, publicaciones, etcétera es muy alto y el impacto es probable que sea muy bajo. El gobierno no tiene interés en su agenda y la sociedad en su conjunto se encuentra con la atención cada vez más fragmentada. Los mensajes de las organizaciones se escuchan poco y cuando son escuchados, suelen ser irrelevantes para sus audiencias y de efectos muy breves.

Esto implica un replanteamiento de las estrategias, lo que demanda una capacidad de autocrítica y aprendizaje inusual en el sector. Lo natural en cualquier organización es seguir haciendo las cosas como hasta ahora, no obstante, la evidencia -y sobre todo la realidad- indican que es momento de probar cosas distintas para obtener resultados diferentes. ¿Cuáles son algunas de las acciones indispensables en este momento?

  1. Seleccionar las batallas. Tener múltiples mensajes en un ecosistema tan fragmentado es una mala idea. Por ello, es indispensable elegir él o los temas que se desean colocar durante el próximo año. El reto es ser redundante sin ser repetitivos. El mensaje debe ser el mismo pero empaquetado de distintas formas.
  2. Construir el Mapa de actores. Como ya se ha señalado, el costo de empujar los temas de forma aislada es cada vez más alto y poco efectivo. Es necesario identificar a los potenciales aliados, dentro y en especial fuera del país, que permitan reforzar los objetivos estratégicos. Ello quiere decir que es necesario sumar actores con capacidad real de incidencia, cuyo capital no sólo sea relevante para las organizaciones, sino también para los otros interlocutores.
  3. Realizar análisis coyunturales. Como ya se ha apuntado, cada entidad es distinta, el momento político puede cambiar de un momento a otro, y el mapa electoral puede tener variaciones importantes. Eso exige que si bien las organizaciones deben tener un plan de largo aliento, es necesario hacer revisiones constantes del ambiente político internacional, nacional y local.
  4.  Identificar los públicos clave. Las campañas enfocadas en población en general son cada vez más inútiles. La competencia por la atención es brutal y por lo general, sólo vemos lo que estamos buscando. Destinar recursos a un público que no es estratégico es un desperdicio, en particular cuando la misma sociedad está cada vez más organizada en comunidades de interés específico. Hay que hablarle a quien quiere saber de nosotros, o necesitamos que sepa de nosotros, lo que incluye tanto a la ciudadanía como a grupos políticos o gubernamentales. Son tiempos que demandan más precisión que volumen.
  5. Definir la historia que se quiere contar. No basta con tener un mensaje y un público, es necesario contar las historias de forma atractiva, respetando la sintaxis de cada plataforma (prensa, facebook, twitter, youtube, etc.) y realizar diversas entregas a lo largo del tiempo. No funcionan actividades de un solo golpe (foros, desplegados), sino que es necesario mantener la tensión el tiempo suficiente para incidir en las agendas de los involucrados.

Finalmente, es necesario que las organizaciones tengan muy claro su horizonte de tiempo, y tener plena conciencia de cuáles son los temas que pueden colocar en lo inmediato y cuáles tienen que ser sus objetivos de mediano y largo plazos.

Dada la naturaleza del actual gobierno -con serios problemas de legitimidad pero con toda la fuerza del Estado en su mano- es poco probable que en el corto plazo se pueda avanzar en agendas concretas. La actual administración tiene sus propias prioridades y si no las cambió por los hechos del último año y medio, es poco probable que las quiera cambiar en lo que resta del sexenio. Esa realidad no puede perderse de vista para evitar la frustración personal e institucional.

En ese sentido, si bien no se debe renunciar a la incidencia pública de corto plazo en el ámbito federal, es necesario focalizar los esfuerzos en tres temas:

1. La influencia en lo local, aprovechando la coyuntura electoral.

2. El fortalecimiento de las capacidades institucionales, de capital humano y de relaciones estratégicas de las distintas organizaciones, de tal suerte que se empodere a la sociedad civil para sus batallas actuales y futuras.

3. La construcción de la agenda de cara al 2018. Si bien es evidente que en el corto plazo es poco probable que ocurra un cambio significativo en el país, la historia política indica que conforme se acabe el sexenio y se acerque la lucha por el cambio de gobernantes, se abrirán espacios para incidir en el debate público. El reto es que cuando lleguen esas oportunidades, existan las propuestas concretas -definidas, discutidas y consensadas- para dar respuesta a las crisis social, de justicia y política que hoy vive el país.

 

Enero 2016