Una internet diferente, cuyas aplicaciones no estén enfocadas solo en la explotación comercial, es posible. Una argumentación en favor de una ética de la digitalización.
Durante más de diez años hemos tenido celulares en nuestros bolsillos. Aproximadamente el mismo tiempo que llevamos retozando en Facebook. Hace cinco años que WhatsApp nos acompaña a cada paso. Al menos a muchos de nosotros. Y esto tiene algunas consecuencias que podemos observar objetivamente en nuestra vida cotidiana.
“Hablar por teléfono ya no es común”, dijo el otro día una amiga y vecina después de acompañar a nuestros hijos a la escuela. Es cierto: nos comunicamos por WhatsApp para decidir quién recogerá a los niños. Se trata de una manera moderna y también más cómoda que llamar a alguien por teléfono.
También estamos en una época hermosa en la cual podemos estar en contacto con nuestra familia y amigos que viven lejos. Llevamos el mundo en nuestro bolsillo, independientemente del lugar y del tiempo.
Pero en el caso extremo a veces nos soltamos de situaciones incómodas o del trato directo con prójimos y perdemos la posibilidad de tener una conversación cara a cara. Conozco familias que solamente están whatsappeando, incluso cuando están juntos en la misma casa.
Facebook, Instagram y Whatsapp —tres ejemplos, más o menos por casualidad, de la misma empresa— existen para mejorar nuestra vida, facilitarla, hacerla más hermosa y conveniente, para que estemos conectados siempre y por todas partes. Esa es la promesa y el modelo de negocio. Porque además tenemos la sensación de que son gratis.
Por eso pasamos a gusto nuestro tiempo libre por el buffet de las propuestas digitales: para comprar, chatear, flirtear o reservar hoteles para nuestras próximas vacaciones, al mismo tiempo que perdemos de vista —literalmente— a nuestros contactos. Quienes no nos pierden de vista son las compañías operadoras de las plataformas. Los datos que producimos y que les son útiles los guardan (quién sabe dónde y quién sabe por cuánto tiempo) y utilizan para vender publicidad dirigida a nosotros (los clientes).
“Big Data” como cianotipo economizado de nuestro mundo
Son bases de datos gigantescas —Big Data—, a partir de las cuales instituciones interesadas observan nuestras acciones, aficiones, gustos, opiniones y localizaciones cada que usamos un medio social.
Esto lo sabemos gracias a los descubrimientos de Edward Snowden sobre los programas de vigilancia de los servicios secretos. Nuestra privacidad está siendo exterminada. La mayoría de nosotros lo tomamos con espíritu crítico: “No tengo nada que esconder”, decimos. Pero en cualquier momento podríamos contradecirnos (cada quien tiene algo que esconder y sus razones), además de que es una actitud anticuada, pues sería impensable en los jóvenes.
Hoy el mundo en la Red no solo es un microcosmos de nuestras acciones diarias y un cianotipo economizado de nuestras relaciones, sino que además está caracterizado por un nivel macro político y cultural de nuestros imaginarios, de cómo funciona el mundo. Por eso para navegar en un mundo de constante cambio digital hacen falta orientadores de valor.
Y el enfoque para pensar nuestra actuación en el día a día online se llama ética, y busca trasladarse de los pensamientos de tiempos anteriores al presente para que nuestras vidas lleguen a buen puerto.
La ética digital no quiere dictar o imponer algo a las personas, no es prescriptiva, busca más bien elevar a las personas para que analicen su actitud individualmente (y también su abstención) hasta un punto en el que eso contribuya a su propia felicidad o por lo menos fortalezca a su comunidad.
En este punto se complejiza la situación y para apoyarnos a clarificarla podemos recurrir al manual alemán de buenas maneras (Knigge). En él hay varios cuestionamientos que necesitamos hacernos: ¿Cuáles son las condiciones para una vida y una sociedad en armonía? ¿De qué manera querríamos vivir? Y tal vez, la pregunta más importante: ¿Qué persona queremos ser?
La ética digital como herramienta de análisis crítico
En la digitalidad se plantean una y otra vez nuevas preguntas, por ejemplo: ¿De qué estamos hablando en realidad? Nuestras vidas se mejoran con las redes sociales, pero también las usamos para crear una nueva distancia entre los seres humanos de carne y sangre, porque ellos, con su complejidad y su comportamiento individual, nos fatigan. Las aplicaciones digitales tienen una solución para ese dilema, pero crean al mismo tiempo otros problemas: tenemos miedo de estar solos, por eso mantenemos entre nuestros contactos a “nuestros amigos” más cercanos, pero al mismo tiempo nos gustaría tener más y más contactos porque el número de contactos nos da valor. Cada uno de nosotros es tanto como se conecta, con quién y con cuántos.
¿Entonces qué significa la explotación de nuestras “redes sociales” por las empresas californianas para la cohesión de nuestra sociedad? Es probable que la simulación de una sociedad en línea sea suficiente evidencia de la existencia de nuestra sociedad. En cierto modo estamos satisfechos con este reemplazo. La idea progresista de una sociedad civil que se orienta en discusiones abiertas, públicas, siempre ha sido un ideal más que un estado real.
En el fondo, en las redes sociales se trata de que los clientes interactúen entre sí, porque más interacción significa más datos utilizables, y eso significa más posibilidades para la venta de publicidad. La promesa de internet era originalmente otra: ¡mayor posibilidad de debatir!, ¡más voces en la conversación!, ¡más participación! ¿Y qué es lo que tenemos al final?
Una internet diferente es posible
No creo que la idea de internet sea equivocada o falsa. Y de hecho pienso que Facebook y compañía son en general una excelente idea. La Red como una tecnología de modernización e interconexión puede enriquecer nuestra vida cotidiana y liberar nuevas fuerzas productivas y creativas —lo que en parte podemos ver ya—, el problema es que hasta ahora no tenemos ni el Internet ni las redes sociales que merecemos.
Las aplicaciones más populares están en manos de unas pocas grandes empresas, y cada una de ellas controla los datos de sus clientes de forma centralizada. La utopía de tratar de forma diferente las vidas en línea es segmentación, una explotación sistemática de los datos humanos. Lo aceptamos hasta ahora sin crítica porque la Red nos parece un medio ambiente y un hábitat totalmente normal y natural, pero es importante que adoptemos una actitud en la cual no olvidemos que una internet diferente es posible y preferible, uno que no pone en el foco la explotación de nuestros datos y que tampoco targetea nuestra vida, sino uno que hace posible la conexión y la comunicación sin que sea una agencia de monitoreo.
Las redes sociales necesitan convertirse en los medios sociales de una esfera pública discursiva y libre para que no solo comuniquen bajo requisitos y condiciones de los que monopolizan los datos en un terreno digital privado.
La condición es que más personas tomen conciencia del status quo de Internet, de su propia actitud de “no me importa” y del imaginario de que el uso de Internet es “gratis”, porque esa no es la realidad: pagamos con nuestros datos y eso tiene un precio alto.
Internet todavía es joven, aún está en la fase experimental, sin embargo ya podemos ir priorizando la importancia de que la vida digital se convierta en una “buena vida”, dentro de una sociedad democrática. En Alemania cumplimos los requisitos.*