Cada vez es más común en la Ciudad de México –y quizá en otras ciudades del país- ver a choferes o repartidores de UberEats entregando paquetes de Amazon. Estas escenas representan la más reciente y cruda expresión de lo que implica la llamada gig economy hoy en día: un ejército de personas utilizando cada minuto de su tiempo para hacer la mayor cantidad posible de entregas o viajes, con tal de maximizar sus ingresos.
Como en todo el mundo, la fexibilización laboral y la tecnología permitieron que estas plataformas se convirtieran en una opción de empleo para miles de personas, generado un boom de estos servicios, pero en condiciones cada vez más precarias. La economía nacional presenta características particulares: en condiciones normales, es decir, antes de los efectos de la pandemia y el confinamiento, solo el 44% de la población (24.3 millones) tenía un empleo formal contra 56% (31 millones) con una ocupación informal. Ante la escasez de ayudas por desempleo, no es la tasa de desocupación, sino la informalidad y las condiciones críticas de ocupación las que describen mejor el mercado laboral mexicano. En una sociedad profundamente desigual y hoy golpeada como nunca por la epidemia de la COVID19, esto genera situaciones complejas con altos costos sociales.
Debido al confinamiento y su consecuente caída de la economía mexicana, en el segundo trimestre de 2020 se perdieron dos millones de empleos formales y 5.4 millones de empleos en el sector informal. Una proporción de estos últimos fueron vendedores fijos y semifijos de todo tipo de productos que tuvieron que quedarse en casa por órdenes de las autoridades. En comparación, las y los choferes y repartidores pueden considerarse privilegiados al no dejar de trabajar, pero se enfrentan a un panorama más complicado: mayor competencia, menores ingresos e incremento de riesgos de contagio sin ningún tipo de protección social o ayuda gubernamental.
Algunas de los miles de personas que perdieron su empleo encontraron refugio en las aplicaciones de reparto y viajes. Quienes tienen la posibilidad, están comprando autos para asociarse a tales aplicaciones, contribuyendo a los problemas de movilidad en las ciudades. Es ahora común ver a grupos de personas en autos, motos, bicicletas y a pie –la mayoría hombres- alrededor de centros comerciales esperando la confirmación de un pedido o viaje.
No existen datos confiables sobre el número de repartidores y choferes, pues al no estar contemplados como empleados, las distintas empresas no están obligadas a reportar el número de personas que trabajan para ellas. Algunas fuentes periodísticas hablan de aproximadamente medio millón de personas, cifra que parece aumentar día a día.
Aunque estos trabajos han sido una válvula de escape para la recesión generada por la COVID19, son el eslabón más débil de la economía digital. El esquema de “socios” de las plataformas es un eufemismo para invisibilizar la ausencia de derechos frente a ellas. Deben someterse a las reglas impuestas por las empresas, que van desde la falta de claridad sobre el cálculo de sus pagos, hasta la suspensión o cancelación de sus cuentas, así como cambios en el monto de las comisiones.
Cotidianamente deben enfrentar riesgos de accidentes y asaltos con escaso apoyo de las empresas y sin prestaciones laborales. En una sociedad como la mexicana, con un estado de derechos sumamente débil, la violación de toda norma vial existente es la regla, tanto por parte de las y los trabajadores de apps, como del resto de usuarios de la vía, con sus consecuentes siniestros viales. En el primer semestre de 2020 han muerto atropelladas 10 personas repartidoras y se han reportado casos donde, después de ser atropelladas, la empresa les inhabilita por no haber cumplido la entrega. En otras ocasiones, los choferes por aplicaciones están tan agotados que van dormitando al manejar. Con el confinamiento por el COVID, mientras permiten a otras personas quedarse en casa, enfrentan altos riesgos de contagio sin apoyo de las empresas ni seguro médico.
En un sector predominantemente masculino, las mujeres además deben enfrentar acoso y riesgo de agresiones sexuales por parte de compañeros o clientes. En un país donde hay un promedio de diez mujeres asesinadas diariamente, no es un asunto menor. Las mujeres repartidoras han tenido que crear grupos de whastapp donde alertan y comparten estrategias de prevención.
Más competencia en un mercado saturado
Según la encuesta sobre las condiciones laborales de repartidorxs de apps, aplicada por Gatitos contra la desigualdad, la media de utilidades de una persona repartidora es de aproximadamente 42 pesos (dos USD) la hora; pero el 25 % inferior gana 26 pesos (1.2 USD) o menos por hora y solo el cuartil de más ingresos llega a obtener 54 pesos por hora (2.55 USD). Esta información no contempla los ingresos de choferes por aplicaciones, que probablemente se rigen por otros parámetros que les permitan cubrir gastos de operación más altos.
La presión por obtener más ingresos implica la búsqueda incansable de una solicitud de reparto o viaje. Una persona típicamente tiene instaladas dos o tres aplicaciones de reparto (UberEats, Rappi, Cornershop); en el caso de servicios de viaje, pueden ser Uber, Cabify, Didi o Beat. La llegada de nuevos competidores que ofrecían el cobro de comisiones más bajas provocó que las empresas redujeran los requisitos de ingreso a sus plataformas y los controles para su permanencia, con la intención de mantener una base amplia de afiliados. Pero el ingreso de más personas a las mismas plataformas ha tenido un efecto de saturación del mercado y un deterioro en el servicio.
Esta combinación de factores en la que todas las partes involucradas buscan maximizar sus beneficios, no solo ha producido este deterioro en la calidad del servicio, sino también un incremento de los riesgos personales y efectos colaterales negativos para el resto de la comunidad. Por supuesto, tan perjudiciales son las condiciones laborales y los riesgos que enfrentan los gig workers, como que se usen estas como coartada para violar las normas y no brindar la calidad y la seguridad prometidas por las empresas.
En ese sentido, es muy significativo que vayan en aumento las denuncias tanto de accidentes de personas repartidoras, como de comportamientos inadecuados y situaciones de riesgo generadas por los choferes. Pero los términos y condiciones de uso de las apps eximen a las empresas de cualquier responsabilidad legal en caso de accidentes o delitos, mientras son sus “socios” quienes deben asumir todos los riesgos y gastos asociados a su operación, desde seguros hasta responsabilidad legal.
Un primer paso hacia un mejor marco regulatorio
A la casi nula regulación de estas empresas se sumaba la ausencia de pago de impuestos. Los socios de las plataformas debían registrarse y declarar impuestos como trabajadores independientes. Apenas en junio de 2020 entró en vigor una reforma para imponer el pago del Impuesto al Valor Agregado (IVA) a las transacciones en plataformas digitales. Algunas empresas han trasladado este impuesto directamente al consumidor, pero ya están obligadas a inscribirse en el Registro Federal de Contribuyentes para reportar el pago del IVA y del Impuesto sobre la Renta.
Si bien es un avance importante, aún hay un enorme reto regulatorio en materia de responsabilidades laborales y civiles. Todavía se pueden hacer varias cosas, por ejemplo, los entes reguladores podrían exigir el acceso a las bases de datos de las empresas, para actuar más rápida y enérgicamente en caso de reportes de irregularidades, accidentes o delitos y establecer claramente sanciones y responsabilidades. Asimismo, la organización gremial puede ser un camino en los próximos años para la dignificación del trabajo y el reconocimiento de una relación laboral con las empresas.
¿Regulación o retorno a un capitalismo (más) salvaje?
Desde una perspectiva de largo plazo, la flexibilización laboral tiene ya mucho tiempo instalada como triste realidad para millones de personas en todo el mundo. Los contratos de largo plazo y con prestaciones son un bien escaso por el que se compite ferozmente y la creciente digitalización de tareas solo reforzó esta tendencia a la eliminación de plazas. Pero fue la optimización de las tecnologías de geolocalización, de la mano de los teléfonos inteligentes, lo que permitió el boom de las plataformas de viajes y entregas.
Mientras los escasos requisitos legales de entrada permiten la incorporación a personas con pocas oportunidades de empleo formal, como las migrantes, la relativamente baja inversión contribuye a construir la idea de convertirse en trabajadores por cuenta propia y dueños de su tiempo. Pero el costo ha sido una extrema precarización de las condiciones de empleo.
En Estados Unidos, la situación actual ha llevado a los conductores a colgar teléfonos con un software especial que monitorea las órdenes de entrega de los almacenes de Amazon, para ganar una orden antes que sus competidores. ¿Para qué esperar la cristalización del sueño de Amazon, de entregas más eficientes mediante drones, si el mercado permite que las personas lo hagan presionándose al máximo?
Más allá del discurso tecno optimista, el capitalismo actual en algunos aspectos se parece más al de fines del siglo XIX y principios del XX: sectores dominados por enormes corporaciones exentas de regulaciones antimonopolio y luchas por el reconocimiento de derechos laborales y condiciones dignas de trabajo, frente a un esquema de asociación que elimina incluso la idea de contratos y despidos.
Aunado a ello, el big data aplicado al control de los movimientos de las personas se asemeja a un taylorismo extremo en los servicios que brindan. Por ejemplo, un informe reciente acusa a Amazon de adoptar un nivel de control “casi distópico” sobre las y los trabajadores en sus almacenes, que incluye cámaras y sistemas electrónicos que llevan un monitoreo pormenorizado del tiempo que les toma cada operación, para advertirles cuando no alcanzan las metas de productividad, que no da a conocer.
Las empresas de reparto y viajes aparecen pequeñas ante el tamaño que han alcanzado las grandes empresas tecnológicas, cuyo valor bursátil se acrecentó con la pandemia de COVID y equivalen individualmente a una economía como la de Brasil o México. Pero no han sido reguladas adecuadamente mientras su operación sí ha tenido impactos importantes en las ciudades donde operan.
Cada que se intensifican estos debates, las empresas emiten comunicados señalando los peligros que representan las regulaciones para la innovación que, sin embargo, hace tiempo dejó de suceder. Algunas empresas paradigmáticas del sector, como Uber y Mercado Libre, ni siquiera reportan utilidades sino pérdidas. Su alta valoración bursátil se basa en la expectativa de futuras ganancias especulativas sobre el valor de sus acciones. En general, el actual modelo de negocios de la gig economy se sustenta más en los bajos costos de operación derivados de la evasión de responsabilidades laborales y civiles.
Las muy laxas regulaciones en algunos países y la ausencia de ellas en la mayoría son el resultado de lentitud regulatoria, incomprensión sobre el funcionamiento de la economía digital y falta de voluntad política. A ello se suman la menguante membresía y poder de los sindicatos de los países desarrollados ante los enormes vacíos existentes para regular empresas administrativamente deslocalizadas. Al menos, no parece ser este el camino más promisorio para acotar el creciente poder de estos gigantes corporativos, como sucedió en el pasado.
En algunos países desarrollados se están dando importantes debates sobre las condiciones laborales de estas personas (gig workers) y algunas ciudades han ganado batallas legales para reconocerles como una relación laboral con la empresa, a pesar de resistencias y amenazas de estas últimas. También se puede exigir un mejor esquema tributario y de responsabilidades de estas empresas. Finalmente, se podrían intensificar las campañas de sensibilización de la comunidad usuaria para contratar aquellos servicios que demuestren mejor prácticas laborales. Estas acciones demuestran que, aunque este modelo de negocios llegó para quedarse, todavía se puede construir un marco normativo más justo para la faceta menos cool de la economía digital.