¿Quién elige qué es memorable, digno de efemérides, conmemoraciones y memoriales? Compartimos las reflexiones de Cristina Híjar durante la reciente presentación del libro Abril en la memoria: 30 años en la Casa Refugio Citlaltépetl.
Celebro la publicación de este libro por muchas razones. La primera y más importante, porque es prueba del derecho a la memoria de una comunidad agraviada, lastimada desde hace 30 años, cuando el 22 de abril de 1992 explotaron 13 kms. en el Barrio de Analco habitado por familias, negocios, escuelas… un barrio vivo. Con un saldo, según cifras oficiales, de 212 muertos, 69 desaparecidos y 1800 lesionados. Un acontecimiento que cambió y cimbró las vidas de miles de personas y que como tal, no se redujo al momento de la explosión sino que como proceso, se extiende hasta la fecha con todas las afectaciones imaginables.
El libro ejerce el derecho a la memoria y en su totalidad plantea muchas preguntas, empezando por cuestionarnos quién elije qué es memorable, digno de efemérides, conmemoraciones y memoriales. Nos narra tanto el acontecimiento en el recuerdo de quienes lo vivieron en carne propia como también el largo camino recorrido en la lucha por verdad y justicia que incluyó, por supuesto, la dimensión simbólica que 12 años después de lo ocurrido se concretó en la Estela contra el Olvido instalada en el jardín frente al templo de San Sebastián de Analco.
A lo largo de sus páginas, leemos el testimonio de una memoria herida que se erigió y organizó colectivamente días después de lo acontecido y que dio lugar a diversas organizaciones vecinales operantes en distintos momentos de esta historia. Esto resulta muy importante en la construcción de la memoria histórica que siempre es un proceso colectivo y que rebasa el puro recuerdo y vivencia personal para construir una narrativa con sentidos concretos en el que todxs los participantes se sienten identificados e interpelados, susceptible de ser compartida hacia afuera de esa primera identidad evidente: la pertenencia al barrio de Analco, a la comunidad vecinal directamente afectada. Desde ahí nos hablan, y nosotros escuchamos, desde entonces y hasta ahora acuerpando el reconocimiento al elemento reivindicativo existente en todos los procesos de memoria que rebasan las temporalidades afectando al presente y no como pura arqueología sin consecuencias, cuestión especialmente grave cuando de casos graves como éste se trata, caso en el que privó la negligencia, la corrupción, la voracidad y la codicia y que como nos narran al describir los días previos a la explosión, no puede calificarse de “accidente”. El lastimero llamado, incluido hacia el final del libro, de la Comisión Estatal de DH de Jalisco reclamando al gobernador, 8 años después, las “violaciones al derecho a la solidaridad”… es como pedirle peras al olmo, además del indignante sobreseimiento de la causa en 1994. Impunidad rampante sin castigo a los responsables ni justicia para los afectados. Me recordó los dos sismos de los 19 de septiembre en la ciudad de México, que aunque producto de un fenómeno natural guardan tantas coincidencias en términos de verdad y justicia incumplidas para lxs damnificadxs pero con la solidaridad popular presente desde el primer momento. “No son las calles lo que duele, son los muertos, nuestros muertos…” dice bien un fragmento poético incluido de Enrique Macías Loza.
El testimonio es una prueba, una justificación, una comprobación de que algo existió. En este caso, sin posibilidad de error de interpretación: la explosión y sus terribles consecuencias. La palabra y las imágenes visuales, en particular las fotografías y videos, fueron entonces los dos lenguajes privilegiados para dar cuenta de la dimensión de la tragedia. Habría que considerar lo que el escritor español Javier Marías advierte a través del personaje protagónico en su novela Corazón tan blanco cuando apunta los riesgos de que cualquier sensación, sentimiento, vivencia o hecho se traduzca a palabras porque el lenguaje necesariamente traiciona porque nunca podrá dar cuenta plena de lo sentido y experimentado, como si el objeto de lo narrado se devaluara y se transformara al ponerlo en palabras y perder ese plus de lo intraducible. En este caso, con el dolor, la tristeza y el azoro presentes, aplica aún más. ¿Cómo dar cuenta de lo innombrable?
Como en muchos otros momentos, los lenguajes artísticos se hicieron presentes. Infinidad de producciones artísticas salieron al quite en esta necesidad de significar el acontecimiento: poesía, canto, murales, gráfica, teatro, generosos para las necesidades de expresión de una realidad trágica y dura. El libro nos cuenta de estos empeños. Mención aparte merecen las excelentes y estremecedoras fotografías incluidas que no solo ilustran el texto sino que nos proporcionan otras informaciones, nos acercan de distinta manera a lo acontecido y se incrustan en nuestra propia memoria de algo que no debió ocurrir, una tragedia evitable más en este dolido país.
Doce años llevó concretar la Estela contra el Olvido, sin firma para asentarla como producto del esfuerzo colectivo pero diseñada por Alfredo López Casanova, entrañable compañero escultor oriundo de Jalisco. El libro da cuenta de la construcción y cobijo comunitario de este memorial, tan distinto de todo lo que se emplaza oficialmente en el espacio público ajeno a los sentires e intereses de la gente. “Desde las cicatrices que no cierran surge la voz de la memoria… no es el olvido la respuesta, no es el silencio, es la memoria el único camino”, dicen fragmentos del bello poema de Gabriela Díaz y lo dice todo.
Como en este libro, cuando la intención historiográfica rebasa la pura enumeración de nombres, fechas y eventos y lo que se procura es la construcción de un relato histórico, necesariamente hay que acudir a la microhistoria a través de los relatos de vida, los testimonios orales, los archivos personales, el ámbito privado de los protagonistas y testigos. Esto involucra la subjetividad del testimoniante, su propio proceso frente al hecho histórico para sumarse a la exigencia colectiva vigente de verdad, justicia y castigo a los responsables. A la memoria resulta necesario anclarla a la realidad presente y no ubicarla como un simple objeto en el museo de la humanidad. La memoria y la lucha contra el olvido es siempre por el presente. En nuestras realidades, la memoria está en disputa y estamos en la batalla.
Finalmente, es necesario apuntar que la memoria histórica es un componente fundamental para la cultura política, ciudadana, y es responsabilidad de todos y todas activarla permanentemente. La línea editorial emprendida por la Fundación Heinrich Böll, entre quienes se cuenta Jorge Verástegui a cargo de la Introducción de este libro, contribuye a ello y como mexicana, les estoy infinitamente agradecida por ésta y todas las publicaciones editadas en este sentido, como las dedicadas a los Antimonumentos, a la Memoria prematura y a la Tinta por la memoria, que atienden la dimensión simbólica indispensable en las luchas.
Concluyo con una cita incluida en la Presentación del libro a cargo de María Guadalupe Morfín:
“La memoria es vehículo de la resiliencia, esa capacidad de convertir en cauce de aprendizaje un episodio doloroso, trágico, devastador. Porque la memoria no solo conserva, sino que construye y reconstruye comunidad. La memoria no es un receptáculo de archivos abierto al pasado sino un caudal que fluye y al decir la verdad o las verdades ocultas, silenciadas o mitigadas, va sanando heridas, va abriendo paso a nueva vida, va enlazando lastimaduras aisladas y va levantando en alto una noción de dignidad, una visión en resistencia, empecinada en honrar a los muertos y edificar sobre la verdad la casa común.”
De eso se trata todo esto. Seguimos.