Relatos de resistencia: Las “Madres Primera Línea” y las “Ollas Comunitarias” durante el estallido social del 2021 en la ciudad de Pasto

Reflexión

El artículo describe y analiza la protesta social en la ciudad de Pasto, en el suroeste de Colombia, en el marco del llamado "Paro Nacional". La situación se caracterizó por una movilización social sin precedentes y una alarmante escalada en el uso de la violencia represiva por parte del Estado.

A partir del mes de abril del año 2021, y como continuación a los procesos de movilización ocurridos en el año 2019, hábilmente puestos en pausa -por el Estado- durante la emergencia sanitaria por COVID 19, en las diferentes ciudades de Colombia, en el marco del derecho a la protesta, se desarrollaron diversas manifestaciones producto del gran descontento social de las mayorías colombianas, debido a la creciente desigualdad en materia de acceso a derechos puesta en evidencia durante la pandemia y las medidas de aislamiento impuestas por el gobierno nacional. Como resultado, en el país, se vivió una represión sin precedentes, que poco a poco terminó por potenciar todo tipo de acciones violentas, principalmente en las ciudades del país.

En este contexto, en un tiempo relativamente corto, los diferentes grupos, colectivos y organizaciones participantes en las acciones que dieron cuerpo al estallido social, terminaron por convertirse en “enemigos” en confrontación directa, presos de relaciones en las que la violencia contra el “otro” encontró justificación en la idea de la “defensa” -en el caso de los repertorios desplegados por los grupos estatales y paraestatales-, y de la “resistencia” - en el caso de los grupos y/o colectividades de la población civil.

En el marco de esta complejidad, las amplias movilizaciones y manifestaciones, acompañadas siempre -o casi siempre- de diferentes apuestas artísticas y culturales se convirtieron en escenarios de violencia extrema, cargados de dolorosas escenas de pérdida, en las que emociones como rabia, tristeza y miedo fueron el común denominador.

En un país como Colombia, donde la violencia casi puede ser un sello identitario bajo el cual se ha intentado construir el discurso de nación, si bien los hechos del 2021 pudieron resultar normativos o, incluso, de poco interés -al encontrarse por debajo del umbral colectivo del dolor, teniendo en cuenta las situaciones que han marcado la historia de la violencia y el conflicto armado-; la intensidad de los mismos, así como también los escenarios urbanos en los que se desarrollaron, sumados al hábil acompañamiento comunicativo de los sucesos -gracias a los denominados medios de comunicación alternativos y redes sociales, posibles en su uso por ser la juventud uno de los segmentos de población más activos en la coyuntura–; convirtieron a los hechos, en importantes acontecimientos de la memoria colectiva: situaciones de referencia común con capacidad de transformación de algunas “creencias sociales compartidas” (Bar-Tal, D. & Halperon, E., 2014, p.16).

Del dolor al cuidado: Madres Primera Línea

Todas las que tengan hijos/vengan a ayudar a cantar

que es un hijo de mis entrañas

que lo llevan a enterrar

que es un niño de mis entrañas

que lo llevan a enterrar

(Canto tradicional de las comunidades negras del Sur del Cauca)

Era mi único hijo, mátenme a mí también/Estxs, nuestrxs únicxs hijxs

La madrugada del 2 de mayo de 2021, cientos de personas que seguían a través de diferentes plataformas de comunicación, el desarrollo de las violentas jornadas de represión policial en varias ciudades del país, y que, como se hizo costumbre, se prolongaron durante varias horas, escucharon - en vivo y en directo - el llanto desgarrador de una madre de la ciudad de Ibagué, quien, en el marco de las protestas desarrolladas en la ciudad, perdía, asesinado, en manos del Escuadrón Antidisturbios/ESMAD de la Policía Nacional, a su único hijo.

Era mi único hijo, mátenme a mí también”, gritaba la madre desesperada en medio de la noche, ante los miles de personas que, desde todos los rincones de Colombia, abrían su herida con la escena.

El hecho rápidamente generó la indignación social. A través de redes, en los diferentes escenarios de la movilización, Santiago Murillo, el joven asesinado en Ibagué y a quién su madre llora desde esa madrugada del 2 de mayo hasta hoy, era evocado en diferentes mensajes que llevaban su nombre, y que se valían de pancartas, murales, trapos, cantos y escudos para encontrar materialidad: “Santiago no murió, a Santiago lo mataron”. “Justicia para Santiago”. “Yo moriré, pero volveré y seré MILLONES. Santiago Murillo”.

En la ciudad de Pasto, justo dos semanas después de esta desgarradora escena, específicamente el miércoles 19 de mayo, un grupo de mujeres denominadas “Madres Primera Línea”, se suman a la movilización masiva que se desarrollaba por la ciudad.

Las razones para la movilización de estas mujeres, todas madres, eran múltiples: “acompañar a los muchachos”, algunos efectivamente participantes de las movilizaciones que se desarrollaban en la ciudad, y otros convocados en los rostros de los y las jóvenes que masivamente, cada miércoles de movilización, se enfrentaban al horror de la represión del Estado.

Entre los múltiples mensajes acuerpados por las mujeres, un papel pintado de rojo y acompañado de letras negras, gritaba: “estxs, nuestros únicos hijxs”.

Lo que se transgrede: el distanciamiento con el otro

En la historia colombiana la construcción de la figura del “enemigo”, del “otro”, y de la diversidad como amenaza, hace curso de manera temprana; ahora bien, se rastrea con especial interés a partir de los hechos ocurridos en 1948, causa reciente de los procesos de violencia que enfrentamos hasta la actualidad.1

Desde esta temporalidad y de forma temprana, la construcción de la imagen del “enemigo” ocupó un papel fundamental:

(…) el Estado colombiano, queriendo deslegitimar la presencia y organización de los rebeldes campesinos, les atribuyó el apelativo de bandoleros, queriendo con ello, de una parte, atribuir sus acciones a delincuentes comunes, y al mismo tiempo, (…) desconocer su organización, sus fundamentos políticos, su representatividad en las bases sociales, sus alcances de legitimación real y legislativa en algunas zonas del país (Ortiz, I. en Estrada, J. (comp.), 2003, p. 738).

A partir de aquí, y hasta la fecha, a pesar de que durante algunos momentos de la historia se logró el reconocimiento del carácter político de los diferentes actores rebeldes, los grupos de oposición al discurso hegemónico han sido, repetidamente, receptores de diferentes apelativos que buscan negar el carácter político de su accionar y que procuran su emparejamiento con acciones e intereses socialmente sancionables.2 Así, han sido calificados bajo categorías como “bandoleros”, “terroristas” y “narcoterroristas” (Ortiz, I., 2003 en Estrada, J. (comp.) & Moncayo, V. (Pról)), y de manera más reciente, bajo categorías como “castrochavistas”, “narcocastrochavistas”, entre otros.

A pesar de que esta suerte de esnobismos en el lenguaje suelen ser considerados por el receptor desprevenido como curiosidades aisladas, es importante tener presente que el lenguaje nunca resulta inocente del poder. En consecuencia, dichas expresiones discursivas en lugar de ser neutrales y esporádicas son portadoras de sentidos, y a la vez que buscan la denominación de los sujetos pretenden expresar, enseñar y legitimar formas de pensar y actuar. En coherencia, permiten la asignación de rasgos, roles y acciones determinadas, estáticas y simplificadas, a partir de las cuales se justifica cierto tipo de relacionamiento y forma de proceder.

Como resultado de esta larga tradición de división de sujetos, en Colombia y en varios países latinoamericanos, hemos construido una amplia figura del enemigo, a quien -utilizando como marco de referencia tanto las “visiones generales del mundo” como también las “creencias societales” que sostienen nuestras narrativas nacionales-, le atribuimos rasgos de perversidad, que justifican violentos repertorios de acción en contra de determinados sujetos y colectividades.

Este enemigo, como lo demuestra el caso colombiano, al contrario de ser estático, se actualiza de forma recurrente en su denominación, emparejándose con ciertos rasgos, comportamientos y formas relacionales, simultáneamente valoradas como indicadoras de perversidad.

En la coyuntura del año 2021, como escenario de violencia y confrontación en la que el Estado y sus fuerzas represivas fueron protagonistas, la figura del enemigo, refrescada y actualizada gracias a la denominación de “vándalos” , “terroristas” e “infiltrados relacionados con grupos disidentes o guerrilleros”, permitió el emparejamiento de ciertos segmentos de la población -las juventudes participantes-, con rasgos y comportamientos que, bajo la mirada oficial, constituían amenazas para la sociedad.

En este sentido, acciones propias de la movilización social como manifestaciones, ocupación de espacios públicos y acciones propias de un escenario de movilización atípico, como el que se configuró durante el estallido social, no sólo fueron calificadas como delitos sino, y sobre todo, como acciones peligrosas que atentaban contra los principios fundamentales de la sociedad. En síntesis, como acciones terroristas que no solo justificaban el perfilamiento, la individualización, la investigación, la captura y judicialización de los y las participantes -aún sin la existencia de material probatorio y sin el respeto al debido proceso-, sino también la persecución, tortura y asesinato de cientos de jóvenes, incluido Santiago Murillo.

Aunque se podría creer que este desplazamiento semántico se constituye en un acto político de orden discursivo que solo compromete, por lo menos en su dimensión prescriptiva, a quienes hacen parte de las estructuras de seguridad del Estado (Fuerzas armadas y Policía Nacional), lo cierto es que ha logrado permear todas las capas de la sociedad, generando una pertenencia categorial con capacidad de instigar acciones no solo de quienes hacen parte de las estructuras ya mencionadas, sino también, de algunos fragmentos de la sociedad civil.

Los grupos de civiles que disparaban a los y las manifestantes durante el paro nacional del 2021, pero también la conformación de grupos paramilitares a lo largo de la historia nacional, son claro ejemplo de lo mencionado. De la misma manera aquellos quienes regalaban gasolina embotellada en envases de gaseosa, comida vencida o carne con vidrio molido a las ollas comunitarias, con la intención de generar una intoxicación en participantes y simpatizantes del paro.

Del llanto de las madres al encuentro con el “otro”

Dice Glissant, E. (1992) en su poesía:

¿Desunís de esta mujer repentinamente asaltada la tierra que bajo ella se sobresalta? ¿Distinguís su leche de la leche de la tierra, sin que nunca se desposen? Convierto esta tierra en el rostro de toda mujer violada en su tierna leche; convierto a esta mujer en la imagen de toda tierra convulsionada para que mane el llanto de su leche, igual que de un ciruelo (p. 33).

Aunque, como lo transparenta la historia colombiana, la larga trayectoria y actualización de los discursos del enemigo han generado una importante y profunda introyección de los mismos, lo sucedido durante los últimos tiempos de transformación social en Colombia, nos han recordado que los imaginarios que circulan en la sociedad son siempre, constructos o consensualidades sensibles a la transformación y la reconfiguración.

¿Cómo transformar estos mundos de sentidos? ¿Puede ser el llanto desgarrador de una madre un “estímulo instigador”3 con capacidad de hacer frente al distanciamiento con el otro, exaltado en el marco de complejos contextos de violencia socio política?

Como ya antes se ha mencionado, la exposición a diferentes situaciones y expresiones de la violencia resulta una experiencia común en países como Colombia. Dicha exposición, al contrario de ser accidental, tiene como finalidad el uso del terror en su dimensión represiva, esto es, en su posibilidad de inhibir ciertos comportamientos con intención de sostener un orden social determinado y de diezmar o eliminar cualquier disidencia respecto a este.

Los efectos sociopsicológicos de esta larga exposición y vivencia de la violencia no se hacen esperar. Así, las formas sociales y subjetivas que en el país se configuran, se han edificado a manera de una suerte de revés de los hechos concretos que dan forma a la violencia. Aunque algunos de estos resultados han sido racionalizados, es decir son objetivos que persigue la violencia represiva en Colombia, muchas son respuestas indeseadas, producto de la irracionalidad política e inaceptabilidad ética que siempre se desprende de su uso (Baro, I., 1975)

En consecuencia, la violencia ha derivado en una suerte de malestar psicológico, producto de la incoherencia o inconsistencia que supone la violencia y que siempre termina por generar disonancias cognitivas entre el actuar violento y premisas como la del respeto por la vida.

Para hacer frente a esta incongruencia, quienes obligan o persiguen el actuar violento, construyen y difunden ideas que tienen como finalidad, entre otras, disminuir la tensión derivada de la incompatibilidad y permitir, en ese sentido, minimizar la “culpa moral” que suele derivarse de la ejecución de comportamientos que van en contra de los denominados diques morales introyectados socialmente. Estas ideas auxiliares tienen la función de emparejar al sujeto con un grupo o categoría a la que se adjudican ciertos rasgos y comportamientos. Concretamente, a categorías que permiten la comprensión del sujeto como ejecutor de acciones sin sentido, ejecutores de actos atroces, quienes solo pueden ser distantes de la condición de humanidad y con quienes bajo esta lógica no existe obligación de relacionamiento ético y en dignidad, es decir, frente a quienes se justifica la no aplicación de las premisas fundamentales de respeto a la vida, dignidad y libertad.

Aunque estas ideas auxiliares que permiten hacer frente a la disonancia cognitiva son hábilmente trabajadas por el Estado, al ser producto de una “alteración de la lógica” que proponen las premisas fundamentales aceptadas socialmente e introyectadas de manera temprana en los sujetos, poseen dentro de sí un germen de transformación que pugna tanto por el cambio de los principios como también de la conducta que entra en contradicción.

Es posible pensar que el grito desesperado de una madre clamando por un hijo que acaba de ser asesinado, si bien se vale del lenguaje en su dimensión más formal y estructurada, juega -quizá de forma predominante- con aquellos elementos que, al ser poseedores de una carga emocional importante, construyen formas de interacción expresivas y operacionales inmediatas y orgánicas; es decir, no instrumentalizadas de manera consciente.

La madre que llora a su hijo, una madre sin hijo -como parecería decir la escritora ecuatoriana Daniela Alcívar en su libro Siberia-, se comunica con nosotros y nosotras, a partir de un repertorio emocional constituido por la tristeza, el miedo y la rabia. Así también, a partir de la experiencia universal, ahora rota, de maternar y ser maternados (Maturana, H., 1993).

Esa escena, la soledad que expresa, nos castra de la experiencia ancestral del cuidado como relacionamiento primigenio. Así, bien puede convertirse en un estímulo instigador que pone en jaque las creencias e imaginarios colectivos en los que se sostienen la violencia y que se han instaurado hábilmente en las subjetividades de las personas.

El llanto de la madre por el hijo, el “enemigo” que regresa a nosotros y nosotras a manera de hijo, re humaniza a lo otro, transforma el proceso devaluativo que permite el distanciamiento entre un sujeto y otro, a través de un proceso regresivo que reconoce al sujeto dentro del grupo otrora valorado como distante, para después, comprenderle en su existencia humana primordial.

El grito nos une. Ese grito nos une” dice la escritora Rivera Garza en su novela “El invencible verano de Liliana”, cuando habla de la respuesta de su madre ante la noticia del feminicidio de su hermana. El grito de la madre de Santiago Murillo nos une, como nos unen, también, otros gritos ocurriendo, en simultaneo, producto de la desigualdad creciente que vivimos como país, del horror acumulado en manos del Estado colombiano.

Del dolor al cuidado: las ollas comunitarias

De la mano del crecimiento acelerado de la violencia durante el estallido social experimentado en varias de las ciudades del país, y como una forma de resistencia a las prácticas de represión del Estado y los discursos auxiliares a estas, en diferentes lugares de Colombia, entre ellos en la ciudad de Pasto al sur del país, se configuraron diversas formas de movilización, apoyo y participación en el denominado “Paro Nacional”.

En este contexto, si bien las ollas comunitarias hicieron su aparición de forma temprana en la movilización, fueron consolidándose poco a poco hasta convertirse, por decir lo menos, junto a escenarios como las Comisiones de Verificación en DDHH y Primeros Auxilios, en apuestas emblemáticas, evidencia de la alta aceptación social que las acciones de movilización gozaban entre la población civil no organizada y las organizaciones sociales y defensoras de derechos humanos del país.

En este sentido, si bien en un primer momento las ollas comunitarias aparecen en la línea de tiempo del estallido social acompañando a través de la alimentación las diversas asambleas convocadas por las juventudes, poco a poco se convierten en una manifestación orgánica y determinante en el ejercicio del derecho a la protesta social. Ello al proponer, entre otras cosas, acciones tendientes a garantizar la permanencia en condiciones de dignidad de las personas participantes en los escenarios de movilización, o en palabras de algunas de las mujeres que hicieron parte de esta apuesta colectiva, las condiciones que permitan la “reproducción de la resistencia”. Esto es, a través de la acción de “alimentar a la gente que se quedaba en el tropel hasta la noche, que participaba en las asambleas y espacios artísticos y culturales, y a quienes hacían ejercicios de derechos humanos y asistencia médica”, procurar el sostenimiento moral y concreto de varias de las apuestas de movilización que dieron forma a los distintos escenarios configurados durante el estallido social.

Ahora bien, aunque varias de estas apuestas se convirtieron en referentes del estallido, lo cierto es que su origen, por lo menos en el caso que nos ocupa, antecede al paro nacional y se encuentra relacionado con la crisis social, económica y política agudizada por causa de la Pandemia de COVID 19. En este sentido, se origina en los momentos más álgidos del confinamiento decretado por el gobierno nacional en Colombia:

Cuando iniciamos decidimos, para un encuentro de la comuna 10, montar nuestra primera olla comunitaria como Olla Popular en Resistencia, para esto nos articulamos con las señoras del comedor comunitario de Villa Nueva II y montamos nuestra primera olla comunitaria (…) conectamos con ese proceso que se estaba dando en la comuna 10 y también nos permitió ver que el ejercicio que ellas estaban realizando era un ejercicio que resulta de la pandemia. (…) ellas nos contaban que la olla surge porque el Estado no estaba cumpliendo con sus funciones: las personas se estaban muriendo de hambre, los niños y los ancianos de la comunidad no tenían como alimentarse. Una acción que ellas aportaron para su comunidad y una forma de resistencia fue montar la olla comunitaria en el sector de ‘Villa Nueva II’.”

En justicia con este origen, los primeros escenarios de las ollas comunitarias, y puntualmente de la experiencia que aquí se retoma, se gestan en los barrios, anclados a las asambleas convocadas por las juventudes y las organizaciones feministas durante el estallido.

En los dos momentos de configuración, en su origen y en su desarrollo en el marco del paro nacional, al igual que lo ocurrido en escenarios como los de las “Madres Primera Línea” en la ciudad, el encuentro con la existencia visceral del otro se constituyó en el estímulo que instiga su inicio y permanencia.

De especial interés fue lo ocurrido en el marco de la “Olla Popular en Resistencia”, olla en la que confluyeron “barristas, docentes, organizaciones y mujeres que se reconocen en los feminismos”, bajo la idea manifiesta y concreta de desplegar prácticas de cuidado, a manera de repertorios de acción con la misma importancia que el tropel y la movilización.

Al calor de las ollas ubicadas en los diferentes puntos de la movilización, puntualmente en aquellos en los que se desarrollaban las acciones de confrontación entre manifestantes y Policía Nacional, las ollas comunitarias fueron ubicando poco a poco, discusiones respecto al cuidado como ejercicio fundamental en la coyuntura vigente. Esto no solo a través de acciones concretas de participación durante el estallido, sino también mediante procesos de apropiación y transformación de premisas ampliamente divulgadas durante la coyuntura, a través de las que se buscó exaltar la importancia del denominado paro nacional.

De esta manera, durante la acción de “parar la olla”, la arenga emblemática “¡a parar para avanzar, viva el Paro Nacional!”, fue remplazada progresivamente por la afirmación “¡a cuidar para avanzar, viva el Paro Nacional”. Premisa que siguió acompañando no solo a las ollas comunitarias sino a varios espacios feministas que después de finalizadas las jornadas de movilización buscaron la pervivencia de este ejercicio a través del sueño de construir comedores comunitarios, mediante la permanencia de las ollas en las calles, a través de la participación y acompañamiento de escenarios de exigencia de justifica por los crímenes de Estado perpetrados durante el estallido social y la defensa de las personas privadas de la libertad en ocasión del mismo.

La afirmación “A cuidar para avanzar, viva el Paro Nacional”, en principio arengada junto al emblemático “A parar para avanzar, viva el Paro Nacional”, para después convertirse en premisa única y central de la olla, expresaba, entre otras cosas, el deseo de abrigo en medio de la grave represión generada por el Estado. En este sentido, la apuesta por el encuentro humano en medio de toda la violencia estatal desplegada en las calles en contra de -como es tradición en Colombia-, hombres y mujeres empobrecidos y empobrecidas, abanderados y abanderadas de la intención de cambiarlo todo.

Como en el caso de las “Madres Primera Línea”, el punto de inflexión que generó todo el despliegue de las ollas comunitarias en las calles durante la movilización social, fue el grito del otro, de la otra, su dolor y su hambre:

(…) resultó una situación en concreto que nos hace decir 'tenemos que salir a hacer acciones que hagan mayor incidencia y que podamos aportar más, porque realmente sentíamos que nuestras acciones no eran lo que queríamos hacer': (…) nos encontrábamos por el sector de la plaza del carnaval y nos encontramos con una persona de la tercera edad -alrededor de los 70 años-, de bajos recursos, que venía de un hospital porque le habían hecho una diálisis. Bajaba a pie y tenía que atravesar todo el tropel para poder llegar hasta su hogar y no había nadie que lo estuviera acompañando.

Nos pareció muy fuerte, nosotras con una compañera decidimos acompañarlo hasta un punto donde había gente de derechos humanos para que lo acompañaran. Claramente el señor tuvo que pasar todo el tropel, aguantar todos los gases. Es una situación muy violenta.

Ese mismo día, también nos cruzamos con que en medio del tropel había dos niños de alrededor de los 12 o 13 años en una bicicleta. Fue muy fuerte porque nos cuestionaba mucho el hecho que niños de 13 años estuvieran ahí en el tropel: son unos niños muy pequeños que deberían estar en sus hogares, con sus familias y no en un escenario tan inhóspito.

Cuando les preguntamos '¿Qué hacen aquí?', un chico de estos nos responde que su vida no valía. A esto, que fue muy duro, mi compañera responde 'tu vida es muy valiosa, no tienes por qué estar aquí, tienes que cuidar tu vida'. Eso nos hizo cuestionarnos el valor que tiene la vida en Colombia, el valor que tiene la vida de un niño de 12 años y la percepción que tiene un niño sobre la vida. Decir que su vida no vale es algo muy fuerte y creo que eso nos movió un montón.

Cuando le empezamos a decir al niño que su vida valía, lo que hizo este chico fue coger su bicicleta e irse. Para nosotras fue muy fuerte mirar que no podíamos hacer mayor cosa y que tal vez, un poco, esto que estaba sucediendo sí era una consecuencia de la negligencia del Estado y de la indiferencia de muchos y muchas de nosotros y de nosotras.

A partir de esto dijimos 'hagamos cosas, la gente tiene hambre, la gente lleva resistiendo un montón de horas y con algunas compañeras decimos organizarnos y empezar a generar esto de la olla popular'.

(…) Después, cuando la olla se montaba durante la movilización, había un tropel largo y ya era de noche, dos compañeras estábamos en el punto de la confrontación. Mi compañera estaba ayudando con leche y yo estaba a los alrededores, me ponía muy maluca por los gases y como un tiempo antes de que todo inicie me habían dado unos desmayos que parecían convulsiones, prefería quedarme por los lados. Mientras esperaba a mi compañera que estaba dentro del tropel, miraba como sacaban a los muchachos sin aire, desmayados, y los subían en algunos taxis. Como la tanqueta echa agua, la gente salía mojada en el frío de la noche, temblando. Todo estaba cerrado y hacía muchísimo frío, la gente estaba cansada y descompensada. En medio del desorden no podía comunicarme con mi compañera, me sentía desesperada porque había mucho gas y no me sentía capaz de poder entrar al tropel a buscarla y ayudar porque ella había entrado con unas dos o tres leches que se utilizaban para limpiar los ojos y la cara y aliviar la piquiña del gas.

En modo desesperación, salí hacía una de las esquinas en medio de otros chicos que salían temblando del tropel y había una panadería abierta, con lo que tuvieron salieron a comprar pan y a decirles a otras compañeras que ya estaban en sus casas que preparen café. Desde ese día la olla no solo se montaba para el almuerzo sino también para la noche, para dar alimentación hasta el último chico o chica que se quede en las calles”.

Sobre esto, una de las integrantes de las ollas comunitarias que se dieron lugar en el marco del paro nacional, menciona: “(…) creo que ninguna de las mujeres queremos que nuestros hijos, hijas, hijes, tengan que pasar por una situación de violencia, de precariedad, que tengan que vivir la hostilidad de un estado negligente”.

Hay en este ejercicio, en justicia con lo mencionado, una preocupación por la crianza de las nuevas generaciones que no son nuevas solo en tanto hijos e hijas, sino más bien, en tanto nuevos sentidos de la existencia, pero, sobre todo, una preocupación por la vivencia encarnizada de una suerte de crisis del cuidado, de una falta de garantías que se reconoce propia y amenazante.

Ante esta crisis en la que se nos arrebata la ternura, la respuesta de las ollas comunitarias, al igual que las de las “Madres Primera Línea”, es contundente: la preocupación y el cuidado por los cuerpos que están siendo desgarrados. Esto a través de la acción directa por la vida, la más directa -quizá- de todas las acciones, la preparación del alimento que permite la subsistencia corporal y afectiva de los cuerpos. En este sentido, como diría el biólogo Humberto Maturana, la “estética sensual de las tareas diarias como actividades sagradas” (1993, p. 40) que permiten, siguiendo con el autor, la coexistencia del uno con un legítimo otro.

En el ejercicio de las ollas, de las Madres Primera Línea, hay una apuesta por la recuperación de la ternura arrebatada por el Estado y su hábil construcción de enemigos, bandoleros, terroristas, vándalos. Una preocupación desembocada por la vivencia concreta de la crisis del cuidado. Un ejercicio que se alimenta de todos aquellos caminos andados por las mujeres para quienes la lucha siempre ha sido por la vida, y para quienes, al decir de Maturana (1993), la apuesta por la convivencia pasa por la comprensión de un mundo que siempre está bajo nuestro cuidado y responsabilidad.

¡Somos históricas!”, menciona una voz, “¡Estamos cumpliendo nuestro deber con la vida! ¡Armadas de esas labores que históricamente se han considerado menores pero que son las que permiten la existencia, la resistencia, la re-existencia! ¡Sí! Somos mantecas, mantecas revolucionarias… y nuestra revolución se hace con el cuidado”.

Dice también la escritora Rivera Garza (2021):

"Un pie sobre una huella. Muchas huellas. Más pies. Nos confundimos ahora. Los pies que se ajustan a las siluetas invisibles de otros pasos. Las siluetas que se abren para dar cabida a nuestros pies. Somos ellas en el pasado, y somos ellas en el futuro, y somos otras a la vez. Somos otras y somos las mismas de siempre. Mujeres en busca de justicia. Mujeres exhaustas, y juntas. Hartas ya, pero con la paciencia que sólo marcan los siglos. Ya para siempre enrabiadas." (p.17)

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Referencias

Alcívar, D. (2018). Siberia. Campaña Nacional Eugenio Espejo por el Libro y la Lectura.

Bar-Tal, D. & Halperin, E. (2014). Sociopsycologhical Barriers for peace making and ideas to overcome them. Revista de Psicología Social, 29(1), 1 – 30.

Estrada, J (comp). 2003. Dominación, Crisis y Resistencias en el Nuevo Orden Capitalista. Universidad Nacional de Colombia, Bogotá-Colombia.

Glissant, E. 1997. Sol de la Conciencia. El Cobre, España.

Maturana, H. (1993) Amor y juego: Fundamentos Olvidados de lo Humano. Cap 1: Conversaciones matrízticas y patriarcales PP. 27 - 108. Ed. Instituto de Terapia Cognitiva, Santiago de Chile.

Molano, A. 2016. A lomo de mula. Viajes al corazón de las Farc. El Espectador, Colombia.

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Rivera, C. (2021). El invencible verano de Liliana. Bogotá: Penguin Ramdom House Grupo Editorial, S.A.S.

1 De forma general los hechos alrededor de 1948 giran en torno a la violencia protagonizada por la policía chulavita (grupo paraestatal de línea conservadora), y los acontecimientos que terminaron por dar pie a prácticas de defensa y de organización a manera de “avanzadas” que más tarde darían pie a la constitución de los primeros grupos guerrilleros (Molano, A., 2016).

Las avanzadas, según el autor, fueron proceso de vigilancia mediante los que se daba aviso, en las diferentes veredas, de la llegada de chulavitas.

2 Construidas como tal a partir de complejos procesos discursivos.

3Entendemos por estímulos instigadores a hechos con la capacidad de generar representaciones potencialmente perturbadoras de las ideas pre establecidas. Así, con capacidad de generar una disonancia cognitiva capas de “motivar a los miembros de la sociedad que la asumen a evaluar las creencias establecidas de la cultura del conflicto” (Baro, I., 1975, p.22). Estos estímulos, creemos, al igual que las ideas instigadoras, al ser inconsistentes con “creencias y actitudes establecidas”, provocan “tensión, dilemas o incluso un conflicto intrapersonal”, estimulando con ello a que las personas “abandonen su posición de partida y busquen una alternativa” (Bar-Tal, D. & Halperon, E., 2014, p.22).


Este artículo, realizado con el apoyo de la Unidad Global de Apoyo a la Democracia de la Heinrich-Böll-Stiftung Unión Europea, forma parte del webdossier Juventudes y derechos humanos. Voces jóvenes en aumento y fue publicado originalmente aquí en inglés.