El estancamiento del autoritario y obsoleto sistema de medios de comunicación mexicano destaca entre los fenómenos estructurales persistentes durante el cuarto de siglo de transición democrática neoliberal: es síntoma de una hasta ahora incipiente glasnost (apertura política) ―en contraste con la indiscriminada perestroika (reforma económica)― que impide al Estado mexicano garantizar plenamente el derecho humano a las libertades de información y expresión, inhibiendo con ello, dialécticamente, el logro de la propia transición.
Lo anterior se traduce en una política pública de comunicación negada a ser mecanismo institucional de rendición de cuentas y transparencia de quienes ejercen el poder del Estado; la imposibilidad de un sistema verdadero de medios públicos; una industria noticiosa proclive al infoentretenimiento y la desinformación, tan oficiosa como distanciada del interés público, y poderes fácticos que desafían como nunca la libre expresión.
Y, desde luego, otros aspectos a considerar son la desarticulación del gremio de periodistas y el incipiente empoderamiento ciudadano en la reivindicación articulada de este derecho.
Para repensar, entender y contribuir de algún modo a revertir ese círculo vicioso es útil hilar sobre los siguientes aspectos relativos a los medios informativos de masas ―componentes esenciales de ese sistema general de medios—: Régimen normativo; comunicación, publicidad e información oficiales; industria noticiosa, poder público y libre expresión; gremio periodístico, industria noticiosa; acción violenta contra la libre expresión, y asimetría comunicacional entre poder público, industria noticiosa y ciudadanos.
En el nivel normativo, nuestra democracia posee lo fundamental para avanzar sosteniblemente en la democratización de sus medios de comunicación. El Estado mexicano ha firmado y ratificado los principales tratados internacionales sobre libertad de expresión, derecho a la información y derecho a los medios de comunicación, basados en el espíritu garantista de la Carta de las Naciones Unidas y la Declaración Universal de Derechos Humanos.
Localmente, estos instrumentos de derecho internacional público se traducen de forma genérica en la Constitución, cuyos artículos 6º y 7º establecen, por ejemplo, los derechos a la libre manifestación de las ideas, a la información y al acceso a la información pública, a las tecnologías de información y comunicación, y a la no censura.
Sí, esto se antoja nada cool y suena a cliché. Pero hemos de tenerlo presente en todo momento: los derechos, como las leyes, en el mejor de los casos son apenas letra que se materializa en la medida justa en la que sus beneficiarios estamos habilitados para ejercerlos y actuamos en consecuencia, considerando que hacerlo mejora nuestra calidad de vida.
No estar habilitados masivamente contribuyó, por lo contrario, a que se consumaran retrocesos como el que implicó la Ley Federal de Telecomunicaciones y Radiodifusión (2014), que según lo esperado aterrizaría las reformas constitucionales precedentes en la materia (2013), pero que consolidó ese sistema de medios antidemocrático, al favorecer su naturaleza monopólica, concentradora y corporativa; no establecer las bases para un auténtico sistema de medios públicos —y no solo de gobierno o Estado— y persistir en discriminar a los medios electrónicos del Estado, culturales, educativos, comunitarios e indígenas, conservando el régimen inequitativo de concesionarios [privados] y permisionarios [oficiales, educativos, culturales, indígenas y comunitarios] —por ejemplo, cuando permite a los primeros aprovechar comercialmente sus espacios publicitarios, y lo prohibe en cambio a los segundos, además de no propiciar condiciones parejas para la conversión digital.
Salvo determinadas organizaciones, activistas y académicos especializados, ¿dónde estábamos el grueso de los ciudadanos cuando desde los poderes Ejecutivo y Legislativo se perpetró este daño a nuestros derechos constitucionales a la información, la libre expresión y a los medios de comunicación?
Estrechamente asociados a lo anterior, dos aspectos problemáticos son el de la política de comunicación institucional y la asignación de publicidad oficial. En el primer caso, no obstante las normas de transparencia y acceso a la información pública, los gobiernos siguen caracterizándose por la opacidad y por una alta concentración informativa al grado extremo de producir desinformación y propiciar corrupción.
El Índice de Percepción de la Corrupción 2014, de Transparencia Internacional, sitúa a México como el país percibido como más corrupto dentro de la OCDE y en el ámbito regional muy por encima de Brasil, Chile, Perú y Colombia.
Y un factor de corrupción tiene que ver precisamente con los medios informativos y la asignación de publicidad oficial: el Estado mexicano carece de legislación y mecanismos integrales, equitativos y transparentes para asignarla, lo que termina produciendo el sometimiento de dichos medios en todos los niveles de gobierno.
En suma, «Además de la cercanía del dueño del medio con el gobierno, es importante señalar que en México otro fenómeno puede determinar con más impacto la línea editorial de los medios. Son los recursos públicos proporcionados por los gobiernos a través de los contratos de publicidad oficial a los medios de comunicación. Por ejemplo, en los estados, gran parte de los medios locales, y sobre todo la prensa escrita, viven de estos recursos. Entonces este elemento explica que en general no exista en el país una prensa muy crítica del quehacer gubernamental» [p. 58], precisó el reciente «Informe sobre: Control Estatal de los Medios de Comunicación» [sin año], de la Alianza Regional por la Libre Expresión e Información.
En el ámbito de los estados, el informe «Publicidad oficial. Índice de acceso al gasto en publicidad oficial en las entidades federativas 2013» así reveló este escenario: «Una característica alarmante sobre el gasto en publicidad oficial, es que no se encuentra regulado a pesar de los numerosos intentos legislativos nacionales y locales... Esta falta se traduce en un uso indiscriminado, arbitrario y opaco del gasto ya que existen grandes lagunas de información que están directamente relacionadas con el concepto o campaña en el que se ejercieron los recursos y los contratos que lo sustentan. Por un lado sabemos más sobre los beneficiarios de estos montos millonarios, y la distribución del gasto entre los distintos medios y por otro no hay información suficiente sobre el uso, proceso y asignación del gasto» [p. 19].
En el mismo sentido, el informe «El gasto en Publicidad Oficial del Gobierno Federal en 2014» permite identificar cómo, al final, la ausencia de una política de gobierno abierto y la discrecionalidad caracterizan la política de comunicación pública durante las sucesivas administraciones presidenciales de Vicente Fox, Felipe Calderón y Enrique Peña Nieto, favoreciendo ostensiblemente con publicidad gubernamental a Televisa y TV Azteca, así como a otros corporativos de radiodifusión monopólicos con cobertura nacional y regional.
De manera aún más cruda, el «Informe sobre la ejecución de los programas y las campañas de comunicación social del gobierno federal. Ejercicio fiscal 2013» permitió conocer qué medios y periodistas son los beneficiarios y con qué sumas, destacando con mucho los gigantes de radio y televisión asentados en el Distrito Federal, y sus principales figuras mediáticas.
Según todo lo descrito con anterioridad, un orden legal e institucional propicio para el corporativismo mediático de carácter monopólico, y una política fáctica de comunicación y publicidad oficial concebida para controlar y someter, da como resultado un sistema de medios antidemocrático, que estorba la libre competencia y conculca la saludable libertad e independencia de los medios informativos y periodistas, aparte de las insuperables asimetrías generadas entre los poderosos corporativos multimediáticos y los financieramente anémicos medios oficiales, culturales, educativos, indígenas y comunitarios.
En el Distrito Federal, la crisis institucional que experimentan en la actualidad Canal 22 y Televisión Metropolitana, SA de CV, su concesionaria, son una de las muestras recientes de este orden anómalo. Según hemos denunciado un grupo de periodistas, la administración de Raúl Cremoux, el periodista adosado al priismo que el presidente Peña Nieto designó como director en 2013, se significa por la opacidad y nepotismo en la disposición de recursos públicos; el privilegio a producciones privadas en perjuicio de las de casa; una política laboral francamente leonina, que incluye múltiples irregularidades contractuales, injustificables disparidades salariales y acoso laboral; el abuso de autoridad y la censura en los espacios de contenido periodístico; la inhabilitación de los mecanismos institucionales de participación ciudadana y toma de decisiones, y el creciente alejamiento de la audiencia y su derecho a la información. La situación anterior se relaciona y agudiza debido a los frecuentes recortes presupuestales y la mísera infraestructura, y en esto se basa la argumentación defensiva de Cremoux.
Mientras más los medios informativos y sus principales figuras periodísticas se encuentran sometidos mayoritariamente a presiones económicas y políticas que los convierten en actores condescendientes con quienes ejercen el poder público, más indefenso se halla el gremio de l@s periodistas, lo que sin embargo no nos exime de responsabilidad por cómo llegamos a ser funcionales a esta situación mediática.
En su clásico ensayo Sobre la televisión (Anagrama, 2007), Pierre Bourdieu anota con agudeza que, «En general, a la gente no le gusta que la conviertan en objeto, y a los periodistas menos que a nadie. Se sienten enfocados por el punto de mira, cuando lo que ocurre en realidad es que cuanto más se avanza en el análisis de un medio más compelido se ve uno a liberar a los individuos de su responsabilidad […], y cuanto mejor se entiende cómo funciona más se comprende también que las personas que intervienen en él son tan manipuladoras como manipuladas. Incluso, a menudo, manipulan más cuando más manipuladas están y más conscientes son de serlo» [p. 21].
El problema aquí es que como acopiadores y procesadores de la información —en México casi siempre en condiciones de maquila industrial estrictamente— l@s periodistas somos, ya sea en sentido positivo o negativo, la más preciada y sensible correa de transmisión de la industria de las noticias, lo que nos empodera como profesionales y actores sociales en atmósferas de medios más democráticas, y nos fragiliza en entornos menos libres y democráticos.
Tal paradoja es observable en toda su complejidad y alcanza dimensiones de síndrome crónico del sistema de medios mexicano en el caso de Carmen Aristegui. Cuando en marzo [2015] el corporativo MVS resolvió sacarla del aire y despedir de manera fulminante a su equipo de periodistas, nos recordó con brusquedad, otra vez, en dónde estamos exactamente y nuestro grado de indefensión profesional y laboral. Su mensaje implícito, a fin de cuentas, es: «No se crean que son su trabajo, su audiencia o sus anunciantes, somos nosotros quienes los encumbramos. Y así como nosotros podemos encumbrarlos, nosotros podemos desaparecerlos del mapa mediático. ¡Esto vale para todos!».
Como simple trámite, una de las más distinguidas y apreciadas periodistas en México, y un grupo de l@s mejores periodistas de investigación de diversas generaciones fueron silenciad@s por un corporativo multimediático —que no es dueño, sino que posee una concesión pública de radiodifusión—, en perjuicio del derecho a la información del público, habida cuenta de la socialmente indispensable agenda editorial liderada por dicha periodista, enfocada en los conflictos sociales, la violación de derechos humanos, el abuso de autoridad, la opacidad y corrupción públicas y corporativas, y el activismo social.
Pero como nada en la vida es blanco y negro, este suceso con hondo impacto democrático dejó entrever asimismo algo que ya el caso semejante de José Gutiérrez Vivó, a finales de la década pasada, habíamos observado: la trastienda industrial del mismo gremio periodístico y sus propias contradicciones ante el poder político, de disparidad laboral y de desapego al interés colectivo.
En este asunto, hay dos aristas relevantes: la independencia editorial y la publicitaria, pues ambas impactan directa o indirectamente en el periodismo. En cuanto a la primera, en la obra El periodismo de ficción de Carmen Aristegui (Uranio, 2013) Marco Levario Turcott había documentado ya una serie de coyunturas noticiosas donde las coberturas lideradas por la prestigiada periodista mostraban falta de rigor e independencia.
Luego, a propósito del conflicto con MVS, con base en resoluciones relativas al juicio de amparo promovido por aquella, en «El conflicto de interés de Carmen Aristegui» [etcétera.com, junio 23, 2015] Levario Turcott encontró que la mayor parte de los ingresos de la periodista no provenían de sus honorarios establecidos en el contrato, sino de comisiones por venta de publicidad, al tiempo que gran parte de dicha publicidad procedía de las empresas del magnate Carlos Slim.
Hace algunos años un colega de un poderoso grupo radiofónico repetía con insistencia en conversaciones casuales que, «en la radio, lo normal es que tú, como conductor titular, vendas [publicidad], cobres [al anunciante] y pagues [a tu medio], claro, habiendo tomado lo tuyo, ¡eso a nadie espanta!, todos lo sabemos y aceptamos».
Eh aquí la clave: esa práctica de Aristegui identificada por Levario Turcott no la inventó ella ni mucho menos ha sido su única beneficiaria. Entonces, para captar mejor la realidad sustituyamos el telefoto por el gran angular: una norma de hecho, particularmente en la radio industrial, es que el conductor asume la responsabilidad sobre una parte de la comercialización de publicidad —que en México es predominantemente gubernamental y corporativa— y lleva porcentaje de comisión en la transacción, lo que lo sitúa en un flagrante conflicto de interés y equivale a decir que, en mayor o menor medida, «compra el espacio» a su mismo medio.
Esto da al conductor ingresos desorbitantes en comparación con los bajos salarios y precarias condiciones laborales de la planta editorial predominantes, todo lo cual compromete virtualmente a ese periodista líder con sus anunciantes, pero al mismo tiempo lo aleja de las condiciones de aquell@s que van a la calle y procesan los contenidos que luego aparecerán en su espacio, añadiendo a esto que, en diversos casos, gran parte de los opinadores lo hacen gratis, o sea, sin pago de honorarios por su trabajo —recuerdo haber recibido hace un par de años un comunicado interno de un medio donde se nos informaba a los articulistas que, «por disposición superior», a partir de cierta fecha ¡«sus colaboraciones serán sin el pago de honorarios correspondiente»!
Por fenómenos como este es que en conferencias, charlas y talleres suelo recordar a mis interlocutores que, muy probablemente, el/la periodista que, por ejemplo, está telefónicamente al aire mandando la nota, sobre todo si es desde una localidad hacia una urbe, recibe un pago «simbólico», vive con estrechez económica y debe colaborar con diversos medios y hasta ser multichambas, para alimentar el espacio de ese periodista estelar que podría estarse embolsando cientos de miles de pesos cada mes por honorarios y, sobre todo, por comisiones de publicidad —en estos casos no podemos dejar de traer a cuento legislaciones de países nórdicos sobre límites entre salarios mínimos y máximos, debate que ha aparecido solo esporádicamente en México.
Como en la fábula clásica del lobo feroz y los tres cerdos, en el caso de Aristegui esta distorsión en la industria noticiosa y el seno del gremio periodístico —que no se corrige buscando un cambio de mentalidad y prácticas dentro del propio gremio— termina solo hasta que MVS sopla, derribando aquella frágil estructura, dejando a los periodistas a la intemperie
Al final, lamentablemente resultamos perdiendo Carmen Aristegui, sus periodistas, el gremio periodístico y, ante todo, el público y la democracia, sin que en cambio el corporativo que produjo el grave daño y el mismo sistema de medios que lo propicia asumieran hasta ahora las consecuencias. Otra terrible asimetría: medios industriales impunes, amparados por la ley anacrónica y un Estado omiso, periodistas descartables y público desdeñable.
Y como la justicia mexicana en el caso de Aristegui, tal como sucedió con Gutiérrez Vivó, pronto dio de sí, no obstante la pertenencia del Estado mexicano a los tratados internacionales sobre libertades de información y expresión, es deseable que los mecanismos supranacionales provean justicia a la periodista, a sus compañeros y, particularmente, a todos los ciudadanos.
En el mundo, el sistema de medios nació instrumentalizado, lo mismo que su industria noticiosa propiamente dicha. El origen de esta se sitúa en el siglo XIX, durante la Revolución Industrial, y que naciera adosada a los poderes público y económico es explicable, si se considera el cuantioso capital financiero requerido para disponer del personal, materia prima, tecnología de cadena de montaje, infraestructura de energía y comunicaciones y canales de distribución requeridos para producir a gran velocidad y hacer circular en volúmenes masivos periódicos cada día. Y ya en el transcurrir del siglo XX, al surgir la radio y la televisión se reprodujo ese mismo patrón, también por el requisito de las concesiones públicas. ¿Quién poseería ese capital, además de las necesarias conexiones públicas, si no la burguesía o los grupos en el poder público, o ambos asociados?
Pero de entonces a hoy, con sus altibajos, las democracias más consolidadas han logrado una masa crítica suficiente como para edificar un sistema de medios y una industria noticiosa más independientes, libres y diversos, que encuentran contrapesos reales, más o menos eficaces, lo mismo en los tratados internacionales y los marcos constitucionales sobre libertades de información y expresión, que en la proactividad ciudadana para reivindicarlos y la de l@s periodistas para traducirlos en instrumentos deontológicos autorregulatorios.
En sociedades con déficit democrático, como es el caso de la mexicana, seguimos anclados a esa primera industria noticiosa decimonónica de raigambre elitista, comercial y sin contrapesos ciudadanos, en tanto que el sistema de medios, en general, preserva su esencia superestructural eminentemente autoritaria.
Como expuse antes, l@s periodistas somos uno de los actores sociales más vulnerables de los implicados en esta compleja historia, aunque no por ello menos funcionales y, por eso, corresponsables en buena medida.
Y si de ese modo llegamos a estar confinados a la situación industrial de mano de obra barata, la aguda crisis de seguridad y justicia que padece México desde hace tres lustros ha ido convirtiéndonos en profesionales «desechables»: de 2000 a la fecha cientos de periodistas han vivido censura, despidos, persecución, acoso, amenazas, secuestro, encarcelamiento, asesinato, desapariciones, exilio o —vaya paradoja— linchamiento mediático y gremial, sin mayores consecuencias para los perpetradores desde el poder público y el crimen organizado, tantas veces asociados.
En su conocido «Informe Especial sobre la Libertad de Expresión en México 2010», la Relatoría Especial para la Libertad de Expresión de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos, consideró «que la libertad de expresión en México enfrenta graves obstáculos, principalmente por los actos de violencia e intimidación que sufren los periodistas en el país […] ubicando a México como el país más peligroso para el ejercicio del periodismo en las Américas. […] La Relatoría ha constatado que en los últimos años la mayor parte de los asesinatos, desapariciones y secuestros de periodistas se concentran en entidades federativas que cuentan con fuerte presencia del crimen organizado, incluyendo, entre otros, a los Estados de Chihuahua, Coahuila, Durango, Guerrero, Michoacán, Nuevo León, Sinaloa y Tamaulipas. En algunos de dichos Estados hay comunidades totalmente silenciadas por el efecto paralizante que genera el clima de violencia e impunidad» [p. 100].
Al cumplirse una década de persecución incesante e impune contra Lydia Cacho, que la condena a una suerte de vida nómada, entre los casos recientes más dramáticos destaca el de nuestro compañero veracruzano Rubén Espinosa, exiliado de su estado natal y luego asesinado de forma cruenta en la capital del país [julio, 2015], así como criminalizado y revictimizado por la Procuraduría General de Justicia y el Gobierno del Distrito Federal, y sometido al juicio mediático por diversos medios informativos y periodistas. El mismo patrón, una y otra vez.
Por cierto, durante una reciente entrevista telefónica sobre el tema, una periodista argentina me preguntó si lo sucedido a Rubén demostraba que el Distrito Federal finalmente dejaba de ser una «zona blindada de protección a los periodistas». Mi respuesta fue que ese supuesto blindaje no es más que un argumento tan autorreferencial de sus gobernantes como indemostrable, del cual sin embargo se hizo eco, creyó o quiso creer un puñado de organizaciones de la sociedad civil. Tan autorreferencial, risible e indignante como aquel que repetía ese mismo gobierno de que en esta parte del país no había crimen organizado. Que se manifestara la violencia extrema en la Ciudad de México contra los periodistas era solo cosa de tiempo.
Ni el poder público ni los partidos ni los corporativos multimediáticos tienen incentivos para impulsar la democratización del sistema de medios y sus medios noticiosos. O, por desgracia, no se alcanzan a percibir.
En cambio, hay datos esperanzadores en cuanto a que ese cambio va construyéndose paulatinamente desde hace al menos un cuarto de siglo, a partir de varias fuerzas sociales, aunque estas no se encuentren todo lo articuladas que exige la realidad.
En efecto, como correlato de la reforma neoliberal, desde principios de los años noventa una parte creciente de la sociedad mexicana construye con tenacidad los cimientos del cambio: a los movimientos por democracia real, derechos humanos, transparencia y anticorrupción, justicia, género, paz social y contra la violencia, medio ambiente y sustentabilidad, se agregan los enfocados en las libertades de información y expresión, los contrapesos democráticos a los medios industriales, los medios comunitarios y ciudadanos, y la defensa y empoderamiento profesional y laboral de l@s periodistas —todo lo cual redunda virtuosamente en el sistema de medios y una más respirable atmósfera mediática.
Cuando a principios de la década de los ochenta me inicié en el ejercicio del periodismo había escasos referentes profesionales; estaban, por ejemplo, el semanario Proceso y el diario unomásuno, así como la Unión de Periodistas Democráticos, unos cuantos periodistas experimentados de gran liderazgo a través del país, entre ellos Manuel Buendía y Carlos Monsiváis, y académicos como Fátima Fernández Christieb empeñados en revelar la naturaleza sistémica de los medios industriales en México, en su adecuado contexto internacional, mientras que en las salas de redacción y la mayoría de las escuelas de periodismo se transmitían por tradición oral y reproducían usos y costumbres del viejo periodismo oficioso. Teníamos ese deprimente panorama donde la figura predominante era el servicial con el poder Jacobo Zabludovsky, hoy glorificado por la desmemoria.
Rosental Calmon Alves, el gurú brasileño del periodismo digital, ha explicado que merced a la irrupción digital —el «diluvio gitial», la llama— el ecosistema de medios dejó de semejarse a ese paisaje mesozoico poblado por los medios informativos dinosáuricos, que consumían los escasos recursos disponibles, para convertirse en uno equivalente a un bosque abundante en posibilidades de sobrevivencia exitosa para los medios más ligeros y ágiles, lo que constituye el paso de las viejas empresas informativas industriales de la modernidad, hacia las pequeñas y eficientes unidades de procesamiento y publicación noticiosa, cuyo futuro está en la Web.
Esto tiene relación con quienes están construyendo el cambio mencionado desde el periodismo o sus contornos. Así, para comenzar, hoy tenemos un vibrante, aunque castigado, movimiento de medios comunitarios, educativos, universitarios, culturales, ciudadanos y autogestivos [CIMAC, Subversiones, Revolución 3.0, Kaja Negra, La Voladora Radio, Nuestra Aparente Redición, Rompeviento, Replicante, Ojos de Perro]. Ciertamente no alcanzan aún los vuelos de proyectos tan consolidados periodísticamente a nivel regional como el salvadoreño El Faro, pero ahí van.
Al mismo tiempo, medios digitales, impresos o agencias de noticias privados con una agenda enfáticamente ciudadana e inversión en periodismo investigativo [emeequis, Animal Político, Sin Embargo, Reporte índigo, SDP Noticias, Aristegui Noticias, Cuartoscuro, La Política Online], complementarios de otros medios industriales caracterizados por una menor o mayor independencia [Proceso, Zeta, Río Doce, Noroeste, Vanguardia, am, Diario de Juárez, Gatopardo, Expansión, Contralínea].
Gran parte de los contenidos de investigación publicados por dichos medios son proveídos por periodistas independientes, que a su vez han enriquecido los sellos editoriales industriales con gran profusión de investigaciones periodísticas de enorme calidad por su profundidad y potencia narrativa —y eh aquí, a propósito, otra parte del gremio en condiciones de precariedad laboral.
Están igualmente ciertos youtubers, que también dependen en gran medida de las coberturas de estos medios y periodistas, para reprocesarlas, desgraciadamente casi siempre dentro de los cartabones del infoentretenimiento, pero con gran capacidad de penetración entre los nativos digitales [El Pulso de la República].
Y, como presencia indispensable, medios especializados en el accountability de la política pública de medios, el sistema de medios, los medios noticiosos y l@s periodistas y su quehacer [etcétera, Zócalo].
En la situación generalizada de violencia, delito e impunidad que vive nuestro país, un ejercicio periodístico así aumenta los riesgos y la vulnerabilidad de los medios y l@s periodistas. Y así como nunca habíamos vivido un coyuntura tan grave para la libre expresión, tampoco habíamos tenido tantas iniciativas ciudadanas de protección a periodistas y de reivindicación del derecho a la información y a los medios de comunicación [Cencos, Artículo 19, AMEDI, Red en Defensa de los Derechos Digitales], apuntalados por organismos y organizaciones afines de alcance global.
Por último, si bien insuficiente para los enormes desafíos que esto implica, destacan las iniciativas de profesionalización, actualización y especialización profesional de l@s periodistas gremiales [desde Periodistas de a Pie, la Red de Periodistas de Ciudad Juárez y la Red Libre de Periodismo de Chihuahua, hasta la APRESmor de Jojutla], ciudadanas [Proyecto de Medios y Justicia/IJPP, Periodistas en Prevención, Artículo 19, Ashoka, CIDAC] y académicas [Programa Prende/Universidad Iberoamericana, Comunidad Universitaria de Periodistas Especializados/UNAM].
La historia social de los medios industriales de noticias se ha caracterizado por el impulso ciudadano para crearles límites que contengan su tendencia a erigirse en poderes fácticos. El pujante movimiento de periodistas, medios, activistas y organizaciones descrito de forma somera —y seguramente incompleta— lo demuestra hoy en nuestro país. Es puro capital social, vanguardia y plataforma de lo que tendría que ser un compromiso de los ciudadanos con nosotros mismos: democratizar el sistema de medios como precondición para la democracia plena.