Y hubo guerra y hubo mañana…

Una noche de invierno, un joven soldado cerró los ojos en medio de un estruendo de granadas, estallidos y resplandores que se proyectaban en el cielo de una guerra mundial. El soldado se acomodó en “un prado húmedo que aún olía a estiércol de vaca” y se durmió, incluso, aún alcanzó a soñar…

El joven soldado Böll caminó de regreso a casa entre escombros cuando, por fin, acabó la Segunda guerra mundial. Su vida tenía ya las marcas de un tiempo muy preciso: nació  en 1917, creció en un populoso barrio de Colonia durante la depresión económica de entreguerras, y fue obligado a tomar un fusil cuando Adolf Hitler logró pactar con las esferas más altas del poder político y económico alemán. En 1945, Heinrich Böll se encontró de pronto en “una situación extraña y memorable”: regresaba a casa. Narraría lo visto en la guerra y el regreso. Había decidido mirar. En los rostros adivinaba historias subterráneas, sólo debía aguzar la vista para seguir los pasos de quienes caminaban por ciudades en ruinas. Y el cuento, por su propia naturaleza, le permitió mostrar una imagen instantánea de algo que se ocultaba en lo inmediato. Ahí, donde la realidad imponía sus límites, la imaginación se internaba en las casas, en el sótano de un panadero, detrás de las polvorientas ventanas de una fábrica. Las siluetas se definieron de a poco, surgieron los nombres, el pasado. Böll libró del olvido a los personajes anónimos de la posguerra, los llevó a la ficción, al absurdo, a la sátira.

Comenzaba otra época y Heinrich Böll escribía sobre escombros. En 1947 publicó sus primeros cuentos en revistas y periódicos; siguieron relatos más extensos, una novela. Pocos años después recibió el premio del memorable “Grupo del ´47” por la sátira “Las ovejas negras”. Muy pronto, Böll fue del cuento a la novela, sus títulos se multiplicaron: El tren llegó puntual (1949), Y no dijo una sola palabra (1953), Casa sin amo (1954), Billar a las nueve y media (1960), y Opiniones de un payaso (1963), el primer gran escándalo. Corría la época del llamado Milagro económico alemán y algunos representantes de las esferas más altas del  poder olvidaban alegremente sus viejos pactos con el nacionalsocialismo. Pero el Clown no quería olvidar. Tenía buen ojo y era mordaz en sus críticas. Resultaba incomprensible que un escritor tan reconocido no compartiera la felicidad oficial de la República Federal Alemana. ¿Por qué se rehusaba a ser una oveja más del rebaño, de un blanco inmaculado y dulces ojos? ¿De dónde le venía el gusto por lo negro? ¿Tendría la culpa la tradición carnavalesca de Colonia? ¿Por qué tanta rebeldía, si recibía los premios literarios más importantes, sus libros se agotaban, lo traducían a diversas lenguas y sus historias eran llevadas al cine?

Quizá Heinrich Böll debió ponerse una venda en los ojos y acomodarse a lo favorable de sus circunstancias. Pero se rehusó. En 1972, cuestionó los artículos del periódico Bild, célebre por el sensacionalismo de sus publicaciones, en torno al grupo Baader-Meinhof. El consorcio del Bild cerró filas, llamó al linchamiento mediático. Al segundo gran escándalo, Böll respondió con su novela El honor perdido de Katharina Blum (1974). En 1967, recibió el Premio Georg Büchner, el más importante para autores de lengua alemana. Más adelante fue elegido Presidente del centro PEN de la República Federal Alemana y en 1972 se convirtió en Premio Nobel de Literatura. Aún entonces, se mantuvo en la decisión de mirar hacia el fondo, en los espacios interiores, lo hizo hasta su muerte, en 1985.

Böll gustaba de adivinar a sus personajes detrás de “una cortina de terciopelo verde”, al otro lado de la estación de tren, en la cocina de un matrimonio joven. Pronto encontraba en ellos unas historias enganchadas a un tiempo muy preciso, “las fechas los envolvían como una red”. En algunas instantáneas literarias de los años cincuenta aparecen la mujer de la mascada verde abrazada a un hombre que la mira sonriendo; el señor y la señora Zumpen haciendo negocios por debajo del agua; la rubia y delgada Elsa Baskoleit ensaya sus vuelos en un cuarto junto a la cocina; un padrino lleva a todos sus pequeños parientes a la feria y mientras les compra helados, montones de globos y pelotas, se pregunta quién de esos hermosos niños estará llamado a sucederlo, cuál de ellos concebirá un día planes infalibles.

Quizá el lector se pregunte cómo pueden conservar unas instantáneas su brillo después de un tiempo tan largo, cómo logran narrar un presente que, de una u otra forma, continúa. El escritor que una noche miró en un cobertizo abandonado: ahí se acomodó un soldado “con la cara llorosa de quince años” y, antes de quedarse dormido, incluso alcanzó a comer un par de caramelos...