El temor no solo se ha instalado en nuestras vidas como algo inevitable y cotidiano, sino que parece no tener límite: cuando parece que lo hemos visto todo, surge un nuevo horror que conmociona –aparentemente- a la sociedad, hasta que se va diluyendo paulatinamente en el olvido. Es en este contexto que surge el libro Memoria Prematura. Una década de guerra en México y la conmemoración de las víctimas.
Este trabajo se inscribe en el campo de los estudios sobre la memoria y en la tarea –relativamente reciente- de sistematizar y darle rostro a distintos esfuerzos de familias o colectivos por preservar el recuerdo de los hechos y darle rostro a las víctimas. Mediante un trabajo etnográfico, Paola Ovalle y Alfonso Díaz, académicos e integrantes del colectivo RECO (Recordar, Reconstruir, Reconciliar), asumen la compleja y no menos dolorosa tarea de documentar distintas marcas que se han producido durante los ya largos años de violencia extrema en México. El reto parece mayúsculo en un país que promedia 100 asesinatos diarios –10 % de ellos de mujeres-. Las marcas están en todo el territorio y no solamente son físicas: a la acumulación de cuerpos y ausencias se suman las correspondientes demandas de investigación de lo sucedido y de la impartición de justicia que permitiría recuperar la dignidad de las víctimas y un duelo a sus familiares.
El autor y la autora asumen el riesgo de no tener un acercamiento típicamente académico, es decir, el de la supuesta neutralidad científica que trata de ver los fenómenos como algo ajeno y con ello ser capaces de analizarlo mejor. Claramente toman partido por las víctimas, tratando de comprender la magnitud de su dolor y acompañando sus actos aparentemente pequeños pero de gran fuerza simbólica. Los rostros, los nombres y las fechas de los hechos son una silenciosa –pero no por ello menos potente- demanda de justicia hacia las autoridades y un desafío al olvido.
Se proponen cuatro claves para comprender Memoria prematura:
a) El contraste de las narrativas de las víctimas, el Estado y los perpetradores
En primer lugar, el recorrido que hacen de marcas de masacres, monumentos y antimonumentos, ilustra también la tensión que se da entre distintas narrativas o intentos de construcción de ciertas verdades. La del Estado y sus fuerzas heroicas que hacen el bien y buscan la protección de la ciudadanía; la de las víctimas, que a fuerza de persistencia denuncian la inacción, la indolencia, la impunidad a la que se resisten a ser condenadas. También la de los operadores de la maquinaria de la violencia y pricipales interesados en el silencio: los llamados grupos de civiles armados. En el texto estos son apenas mencionados, aparecen de forma difusa, quizá por la dificultad de darles un nombre genérico, por la dificultad de caracterizarlos, o por seguridad para los propios autores y las víctimas.
Sin embargo, donde existe la cultura de la muerte, se opone vigorosamente el recuerdo, la demanda de justicia y las formas más creativas de persistencia de la memoria, atravesadas de dolor, pero también de esperanza.
Al final, la narrativa nos remite siempre al actor central: el Estado, aunque también aparece como un ente abstracto al que quizá faltaría caracterizar mejor, poner rostros y nombres a instituciones y personas concretas que a nivel local operaron los mecanismos de la impunidad.
b) El origen de la violencia y el cuestionamiento ético a la sociedad
En segundo lugar, en el libro se hace una crítica a la política de seguridad derivada de un enfoque erróneo sobre el problema de las drogas en el país. La guerra contra las drogas, lanzada por Felipe Calderón al inicio de su mandato, permitió la militarización de extensas regiones del país y ha sido el detonante del escalamiento de la violencia, ya sea por enfrentamientos con grupos del crimen organizado o por actos cometidos por las propias fuerzas de sguridad contra la población. Y a pesar de la evidencia de lo inútil de esta estrategia, los siguientes gobiernos han seguido la misma política con los mismos resultados.
Si bien Paola y Alfonso resaltan la dificultad de nombrar la situación que estamos viviendo en el país, se inclinan por la descripción de Andreas Schedler:
"aceptar la existencia de una guerra civil económica en México supone distanciarse del discurso oficial que trata a nuestras muertes y a nuestros y nuestras desaparecidas como 'daños colaterales', o bien como culpables al explicar su doloroso destino con frases como 'en algo andaba'…"
En ese sentido, la imposición de un estado de excepción que se ha vuelto permanente permite justificar en todo momento la violencia estatal. Esta idea se acerca más a lo que George Orwell pensaba respecto al papel que juega una guerra. Señalaba que era el estado perfecto de una sociedad porque permitía someterla a sacrificios y privaciones enormes en aras del triunfo ante un enemigo difuso y distante. Quizá sea esta premisa la que mejor describa la funcionalidad de la idea de la guerra contra el narcotráfico: “No se trata de si la guerra es real o no, la victoria no es posible. No se trata de ganar la guerra, sino de que esta sea constante. Una sociedad jeraquizada solo es posible si se basa en la pobreza y en la ignorancia. En principio, el fin de guerra es mantener a la sociedad al borde de la hambruna. La guerra la hace el grupo dirigente contra sus propios sujetos y su objetivo es no es la victoria, sino mantener la propia estructura social intacta.”
Sin embargo, aun esta explicación centrada en una situación de excepción para someter a la sociedad sin grandes protestas, nos parece insuficiente, quizá porque la violencia ha desbordado en muchos sentidos el actuar del Estado, aun si este la ha permitido.
Esta violencia criminal que vivimos ha rebasado toda capacidad de comprensión por su gratuidad e inutilidad práctica. Pero la repetición de estos ciclos de masacre-conmoción-indignación-olvido son manifestaciones evidentes de una profunda crisis social en la que hemos normalizado el miedo y la insensibilidad hacia el dolor ajeno, quizá como mecanismos de supervivencia.
Desde distintos campos de las ciencias sociales se trata de elaborar teoría y conceptos que no alcanza a describir lo que sucede. Para entender esto hay que moverse de la discusión sobre lo que está pasando –sin excluir sus controversias- a tratar de articular una explicación sobre cómo hemos dejado que pase, como lo plantea el prefacio: “la pregunta por la memoria no es qué pasó, sino cómo fue posible”.
c) La soledad de las víctimas
El libro apela a centrar la reflexión en este cuestionamiento ético, que nos lleva a una de las conclusiones más dolorosas: las víctimas están solas. No solo fueron abandonadas por las instituciones que las ignoran cotidianamente en su búsqueda de justicia. Los autores nos recuerdan que la ausencia de solidaridad con el dolor ajeno –el de las víctimas- es una posición reconfortante de la sociedad para seguir viviendo sus vidas, negando que aquello les toque.
Obviamente, esta descripción no hace justicia a aquellas personas u organizaciones que han actuado de manera consistente ante la barbarie durante los últimos años. Pero hay que señalar que incluso las organizaciones de derechos humanos tardaron tiempo en comprender la naturaleza de las demandas y prioridades de las víctimas. Quizá en ello estriba que la relación entre estos dos sectores todavía es ambivalente y no exenta de tensiones.
Son las propias víctimas quienes han ido construyendo poco a poco –a pesar de la indolencia que les rodeaba- su propia fortaleza e identidad, primero a través de las prácticas para procesar su dolor, y luego como movimiento social. No es casual que uno de los movimientos más importantes de víctimas de desaparición se llame Fuerzas Unidas, porque -como lo mencionó uno de sus fundadores- fueron construyendo su fuerza al encontrarse cotidianamente en la búsqueda de sus seres queridos, alejados de la atención social a sus casos.
d) La ausencia de un enfoque psicosocial
Finalmente, y aunque no es conclusión de Alfonso y Paola, el libro evidencia la ausencia de un enfoque psicosocial de las políticas públicas. Aún no hemos dimensionado el grado de afectación que tenemos y que las nuevas generaciones tendrán en un ambiente en el que nadie se siente seguro o segura en ningún lugar. Adicionalmente, la sobreexposición a la violencia ha banalizado la muerte a tal grado que ya no nos parece como un hecho extraordinario. Necesitamos procesar el trauma social y revertir la indiferencia antes de que, como dijo Brecht, vengan por nosotros pero sea ya demasiado tarde.