Mentiras, odio y desinformación

La desinformación, como las fake news, no son un fenómeno nuevo. Desde siempre ha existido la tentación de diseminar noticias deliberadamente falsas para influir la opinión pública. Los nuevos medios han contribuido, además, a que esta difusión ocurra de manera más rápida, más amplia y, sobre todo, más dirigida, con lo que nos han catapultado a la era postfáctica. Un ejemplo actual de esto es la crisis desatada por el COVID-19, la cual ha dado origen a una ola de teorías conspirativas, instrumentalizadas de manera creciente por fuerzas de extrema derecha. 

Cada vez es más frecuente que sea la confianza en la fuente de información y no la veracidad del contenido de esta información lo que se convierte en factor decisivo. En el mundo entero somos testigos de cómo la ciencia, las instituciones, los medios tradicionales, los partidos y los sistemas políticos han perdido esta confianza varias veces. La creciente desconfianza hace que las personas se vuelvan susceptibles a creer en información proveniente de otras fuentes, cuya credibilidad se sustenta en el mero hecho de que divergen de las fuentes de información establecidas. Esta desconfianza se refuerza a través de algoritmos y bots que contribuyen a que estas explicaciones alternativas aparezcan de modo muy frecuente, creando una confirmación aparente. Esto, sin embargo, generalmente no sucede de modo aleatorio, sino que suele ser parte de una estrategia de desinformación bien planeada, dirigida a generar polarización. La oferta de mensajes claros y simples, así como la promesa de que todo permanecerá como antes, son aceptadas con gusto por muchas personas, que a su vez comparten la información. La pérdida de confianza se convierte así en causa y efecto de la desinformación y lleva, en última instancia, a la desestabilización de los sistemas democráticos.