Hoy, cuando la industria china puede competir de tú a tú con el Norte Global, este busca proteger sus capacidades industriales, mientras China, curiosamente, adopta la defensa del libre mercado para alcanzar consumidores en todo el mundo.
¿Por qué China sigue apostando por la política industrial cuando otras potencias se empiezan a cerrar a su expansión económica?

La política industrial no es nueva, ni en China, ni en EE.UU., ni en Europa. Durante las últimas décadas, en Occidente se ha vivido la fantasía de que el libre mercado era el gran motor de innovación y riqueza mundial. Mientras tanto, se financiaban plataformas de investigación y desarrollo que, por ejemplo, dieron lugar a la informática, la internet y los semiconductores en EE.UU. Las administraciones públicas favorecían a la industria nacional en la contratación pública, como ocurre con el sector aeronáutico estadounidense, y los subsidios sostenían sectores de baja productividad como la agricultura en Europa, que recibe 50 mil millones de euros anualmente. En este sueño de libre mercado, China era vista como una anomalía, aunque en la práctica sus dirigentes adoptaban estrategias que habían impulsado el desarrollo económico e industrial en EE.UU. y Alemania y, más adelante, en Asia oriental, en países como Japón y Corea del Sur.
Lo realmente llamativo de la época actual es la inversión de roles: en los años 80, 90 y principios del siglo XXI, China se centraba en proteger e industrializar sus sectores domésticos, mientras que las economías avanzadas de Occidente, con las industrias más competitivas, impulsaban la expansión de sus empresas en los mercados internacionales. Eran los tiempos del Consenso de Washington, las reformas estructurales del FMI que liberalizaban economías en América Latina y otras regiones subdesarrolladas, y de la emergencia de China como potencia exportadora mientras América Latina se desindustrializaba. Sin embargo, hoy, cuando la industria china puede competir de tú a tú con el Norte Global, este busca proteger sus capacidades industriales, mientras China, curiosamente, adopta la defensa del libre mercado para alcanzar consumidores en todo el mundo.
En este contexto, ¿por qué China sigue apostando por la política industrial cuando otras potencias se empiezan a cerrar a su expansión económica? La respuesta más sencilla es que ha sido una estrategia exitosa y una de las fórmulas que ha sostenido la competitividad de las grandes potencias económicas a lo largo de la historia. Ahora bien, hablar de política industrial en general es un tanto ambiguo, ya que bajo ese término se agrupan múltiples estrategias de desarrollo económico. Por lo tanto, para entender mejor la política industrial china, es necesario distinguir entre diferentes tipos de intervención estatal y los objetivos que los motivan.
Entre los tipos de intervención, podemos identificar la política industrial orientada a la innovación, que ha impulsado el desarrollo de empresas como Huawei y sectores como el de los vehículos eléctricos, en el que China tiene una cuota global de mercado del 58%. Por otro lado, está la protección de industrias que no son competitivas a nivel global, pero que siguen siendo estratégicas, como el sector de la minería de carbón, ya que el carbón todavía representa el 55% de la matriz energética en China. También encontramos la intervención keynesiana contracíclica en infraestructura, que busca generar empleo y actividad económica en épocas de crisis, aunque en China haya derivado en un sobrecalentamiento del sector inmobiliario que ahora amenaza con provocar una crisis mayor, dado que un tercio del producto interior bruto chino está ligado a este sector.
Existen, además, otras intervenciones que los analistas suelen pasar por alto pero que son esenciales para entender el desarrollo chino. Un claro ejemplo es la ingeniería social con la que experimenta el Partido Comunista, ejemplificada por la política del hijo único, que intentó encontrar un equilibrio entre el crecimiento económico y la sostenibilidad de recursos, pero que ha terminado provocando una grave crisis demográfica, con proyecciones que indican que China podría pasar de una población de 1,400 millones de habitantes al día de hoy a 800 millones en 2100. Igualmente clave ha sido la represión de la clase trabajadora, por ejemplo impidiendo la organización sindical y la protesta, lo que ha permitido a China contar con una mano de obra barata y flexible o altamente explotable, fundamental para atraer capital internacional y alcanzar altos niveles de productividad.
La política industrial china es, por tanto, una mezcla de éxitos y fracasos, muchos de ellos debidos a errores de cálculo e implementación, otros, consecuencia de las contradicciones entre las distintas políticas y objetivos del régimen. Para comprender estos resultados dispares, es importante tener en cuenta que la competitividad económica no ha sido el único objetivo de la política china. Más allá de convertirse en la mayor potencia exportadora del mundo, los dirigentes chinos priorizan también la seguridad nacional, la estabilidad social y, sobre todo, la supervivencia del régimen.
Ahora bien, ¿cómo influye todo esto en la política industrial del sector de tecnologías verdes? Por un lado, China ha buscado posicionarse como líder global en este sector. Para los países en desarrollo, es difícil destacar en industrias dominadas por empresas transnacionales consolidadas, como por ejemplo la aeronáutica o la biotecnología, por lo que los sectores emergentes representan una gran oportunidad, y por ello el Estado chino está realizando una apuesta muy seria por las tecnologías verdes. Por otro lado, la inversión en tecnología verde y en la red eléctrica, que se plantea modernizar con una inversión de 800 mil millones de dólares a lo largo de 6 años, responde al deseo de lograr independencia energética frente a posibles tensiones geopolíticas. El objetivo de seguridad energética justifica elevados volúmenes de inversión estatal que no siempre se traducen en rédito económico.
Además, China busca una transformación estructural hacia una economía centrada en la alta tecnología, con el objetivo de superar muchos de los obstáculos que le impiden convertirse en una economía de ingresos altos. Curiosamente, esta apuesta prioriza el desarrollo industrial y la exportación por encima del fortalecimiento del consumo interno. Uno de los temores de Beijing a la hora de plantearse potenciar el consumo interno es la inflación, que ya ha golpeado a Europa y EE.UU. Una alta inflación del 18% fue, de hecho, uno de los factores que detonó las protestas de 1989 que culminaron en la masacre de Tiananmen y en el mayor reto político a la estabilidad del régimen en los 75 años de historia de la República Popular.
Sin embargo, esta estrategia exportadora depende de que el resto del mundo permita a China ganar una mayor cuota de la producción global, lo cual parece cada vez más difícil en el contexto económico y geopolítico actual. Europa y EE.UU. han respondido a las ambiciones chinas con aranceles y subsidios propios. De hecho, los datos muestran altos niveles de represalias: cuando una de estas tres regiones introduce un subsidio, en un 75 % de los casos otra de las regiones responde con uno similar en los siguientes 12 meses. Aunque la política industrial no es nueva, la tolerancia política y social a posturas proteccionistas es actualmente más alta que en décadas anteriores.
¿Qué puede significar esto para América Latina, el Caribe y el sur global en general? Las periferias globales, como siempre, tendrán que remar contra corriente y adaptarse a un nuevo contexto que no es de su elección, aunque la coyuntura actual podría abrir algunas oportunidades. Si la integración global bajo el mantra del libre mercado terminó por desmantelar sus sectores industriales que no eran competitivos en un mercado abierto global, el proteccionismo selectivo actual no revertirá la primarización de muchas de estas economías. Para algunos países, de hecho, esta nueva etapa fomentará un neoextractivismo centrado en minerales estratégicos, como el litio, cuya demanda global se espera que crezca en un 500% para el año 2030. Otros intentarán atraer capital chino, aprovechando el interés de empresas chinas del sector de la tecnología verde en abrir plantas de manufactura fuera del país para sortear aranceles en mercados clave. Y ya en términos más positivos, en general, el aumento de la inversión estatal y privada en tecnologías verdes, así como la competencia entre potencias, beneficiará a los consumidores de estas tecnologías que podrán obtenerlas a precios rebajados. Ya hoy en día, la energía solar o eólica es más barata que los combustibles fósiles en el 82 por ciento del mundo.
Sería no obstante un poco irresponsable terminar estas líneas con un mensaje optimista. Las apuestas de las grandes potencias por las tecnologías verdes no están impulsadas principalmente por preocupaciones ambientales, y por lo tanto no parecen destinadas a solucionar la crisis medioambiental global o a reducir emisiones, ya que por ejemplo China continúa aumentando su consumo y emisiones a pesar de sus grandes avances en energías renovables. La transición energética a su vez requerirá nuevas explotaciones mineras a gran escala, y la apuesta por vehículos eléctricos podría desviar recursos de inversiones más efectivas, como el transporte público, que reduce las emisiones hasta un 80% más. En este contexto de competencia entre potencias y de proteccionismo, la sociedad civil y los movimientos de protesta seguirán siendo fundamentales para limitar los excesos del capitalismo y promover una visión del desarrollo basada no en objetivos económicos, industriales y geopolíticos sino sociales y medioambientales.