Albergue migrante: este lugar no es para dormir

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I. Dolor

Hace algunos años llegó a la “Posada Belén Casa del Migrante” una joven centroamericana a pedir refugio. No era muy distinta de las otras mujeres que acuden al albergue en su caminar a Estados Unidos: vestía ropa sucia, zapatos desgastados y traía el semblante fatigado, recuerda el padre Pedro Pantoja. Conforme pasaron los días, algo en ella resultó distinto: estaba sumergida en el silencio y la agresión. Pasaron tres meses hasta que ella accedió a hablar. Les contó que tenía 16 años, que había huido de Honduras porque había asesinado a un hombre. El hombre había matado a su papá a machetazos y ella fue testigo; entonces ella tomó el machete y mató al asesino de su padre.

Pantoja recuerda esta historia años después para hablar de su encomienda con las personas que llegan a México sin documentos: darles herramientas emocionales y políticas para reconstruirse y ser autores de su propia liberación. El sacerdote se comprometió con esta tarea porque sabe de la carga de cada uno de sus huéspedes: el dolor que los obligó a dejar su patria, el horror de los crímenes sufridos en el camino y la incertidumbre del futuro. Los migrantes, sabe, son las víctimas más oprimidas del mundo actual, a quienes todo les ha sido negado: “Algunos llegan al borde de la locura por lo que han pasado. Tenemos que ofrecerles herramientas para enfrentar lo que sigue, para una reconstrucción a través de una lucha por la justicia”.

II. Crueldad

La Comisión Nacional de Derechos Humanos publicó un informe en el año 2009 en el que registró 9 758 secuestros de migrantes en 5 meses, esto es, 65 secuestros por día. Más de la mitad involucraban a funcionarios como responsables directos o cómplices de los criminales. Un año después, la cifra aumentó a 75 secuestros diarios. El organismo advirtió que la cifra podría ser mayor pues muchos migrantes no levantan las denuncias porque no confían en las autoridades. El informe no se ha actualizado en los últimos seis años.

 

Este testimonio anónimo, registrado por la Comisión Interamericana de Derechos Humanos durante su visita a México en el 2013, relata el secuestro de una mujer: “Íbamos varios, nos salió un grupo de asaltantes. A mí me desnudaron y me quisieron violar, pero tenía mi regla. Nos dejaron ir. Llegamos a Tenosique; en la estación del ferrocarril, a las 11 de la mañana, una camioneta nos levantó. Nos llevaron hasta Tamaulipas, donde había más de 400 personas […] Como me portaba bien, a mí me ofrecieron trabajo en la cocina […] Me hacían que golpeara en el trasero a mis compañeras con un madero, mientras que otras de las mujeres que estaban conmigo me golpeaban a mí. Siempre hice todo lo que querían”.

A lo largo de los 3 000 kilómetros que separa las fronteras sur y norte de México, se escuchan los relatos de migrantes: violaciones tumultuarias, desapariciones, fosas clandestinas, cuerpos golpeados o mutilados, extorsiones y secuestros masivos.

 

III. Vida

Muchos de los albergues en México dedicados a proteger la vida de los migrantes nacieron de la muerte.

Fray Tomás González llegó en 2010 a Tenosique, Tabasco, un pequeño pueblo en la frontera con Guatemala. Él sabía que la violencia en la zona tenía años incubándose, que era común el secuestro de migrantes, que agentes migratorios violaban a mujeres centroamericanas. Una mañana de agosto de ese año se enteró por el periódico del asesinato de tres centroamericanos cerca de las vías del tren y pensó que debía hacer algo contundente para ayudarlos. Entonces fundó el albergue “La 72”, que cada año recibe a 15 000 huéspedes, nombrado así en homenaje a los 72 migrantes que en 2010 fueron asesinados a 1 500 kilómetros de distancia, en San Fernando, Tamaulipas.

En el otro extremo del país, la “Posada Belén Casa del Migrante” también nació de la muerte. En el 2011 los hondureños Delmer Alexander, José David y otro joven que no fue identificado, fueron perseguidos y asesinados por guardias militarizados de las vías del tren. Esa muerte, relata el padre Pantoja, despertó la vida y la creación del espacio que se ha convertido en un referente en la formación política de los migrantes. “Nuestros hermanos son personas a quienes todo se les ha negado: su hogar, su identidad, su derecho a migrar, su seguridad, su vida misma. Después de caminar miles de kilómetros, este albergue es su casa. Queremos devolverles su dignidad, que recuperen la esperanza y el sentido de ser persona”, dice Pantoja, quien a lo largo de sus años ha acompañado diversas luchas por la justicia, y por los derechos laborales y migratorios en México y Estados Unidos.

El albergue recibe alrededor de 6 000 personas por año, cuyas estancias se prolongan hasta seis meses. Su fundación transformó también a la comunidad de Saltillo, una ciudad industrial en el norte del país, que la última década ha sufrido de múltiples asesinatos y desapariciones forzadas. Cada viernes, los vecinos llevan comida al albergue y diversos estudiantes ayudan en diferentes tareas. A cambio, los migrantes reparten las verduras que ahí siembran y, cuando es necesario, donan sangre en hospitales públicos.

El albergue “Hermanos en el camino”, que fundó el sacerdote Alejandro Solalinde en 2007, nació también de la muerte. Solalinde le repartía alimentos a los centroamericanos en Ixtepec, Oaxaca. Ese año, un tren se descarriló cerca del pueblo y Solalinde acudió a prestar auxilio. Bajo las grandes máquinas encontró decenas de cuerpos mutilados, pero el sacerdote a cargo de la parroquia se negó a ayudarlos. Entonces Solalinde consiguió –contra la voluntad de las autoridades– un espacio para construir el refugio. Una década después, se ha convertido en uno de los albergues con mayor flujo, pues recibe a 20 000 personas cada año.

IV. Lucha

Cada año entre 150 000 y 400 000 personas sin documentos, la mayoría de Centroamérica, pero cada vez más de Asia y África, cruzan México para buscar refugio o llegar hasta los Estados Unidos. A su paso, una red de aproximadamente 100 albergues, casas, posadas y comedores les ofrecen apoyo. La mayoría son dirigidos por sacerdotes o religiosas y religiosos católicos, inspirados en la Teología de la Liberación, que desde hace varias décadas acompaña las luchas de los más desprotegidos, como indígenas, obreros y minorías sexuales. Estos centros funcionan con donativos de la sociedad civil y el trabajo de voluntarios y muchas veces andan a contracorriente de las autoridades mexicanas, que ven en su defensa de migrantes una afronta al Estado. Convertirse en defensores no fue algo planeado. La historia la cuenta Leticia Gutiérrez, una religiosa que durante seis años fue secretaria de la Dimensión Pastoral de la Movilidad Humana de la Conferencia del Episcopado Mexicano. Desde ese cargo articuló la red de albergues que hoy atiende a miles de migrantes de 11 nacionalidades distintas, hasta que en 2013 Leticia fue despedida por las autoridades católicas mexicanas, incómodas o atemorizadas por la férrea defensa que ella hacía de los migrantes. “Ni siquiera nos considerábamos a nosotros mismos como defensores –relata–, pero la violencia y aniquilamiento de migrantes traspasó el simple hecho de hacer comida para darles”.

A partir de 2007 en los albergues se comenzaron a escuchar testimonios de migrantes víctimas de crímenes cada vez más constantes y cada vez más horrendos. Los secuestros, extorsiones y violaciones se hicieron cotidianos. Esa fue, dice la hermana Leticia, un llamado para organizarse. Casi de inmediato vendría el segundo llamado: las agresiones contra los responsables de los albergues, desde la amenaza de ser expulsados de las ciudades, detenciones judiciales –como le ocurrió a Solalinde, acusado de tráfico de personas–, hasta robos e intentos de incendio de los refugios.

Otro elemento que terminó por consolidar la organización fue la discusión de la ley de migración mexicana que tenía 40 años de edad y que consideraba criminales a los migrantes sin documentos, les negaba derechos y señalaba a los albergues como centros traficantes de personas. En la batalla legislativa, en 2010, los defensores obtuvieron grandes logros: se eliminó la criminalización de los indocumentados y se reconocieron sus derechos a la salud, a la justicia y a la visa humanitaria cuando son víctimas de un crimen. Algo inusitado, los albergues fueron reconocidos como espacios “santuario” de protección. El logro fue tal, que la misma ley prohíbe a la autoridad migratoria o policial estar a menos de 100 metros a la redonda del albergue o ingresar a hacer redadas, detenciones u operativos.

Hoy hay dos frentes claros: la lucha por la justicia y el libre tránsito. Defensores y familiares de migrantes llevaron al máximo tribunal de justicia en México las masacres más emblemáticas en el país que involucraron a extranjeros sin documentos: la de 72 migrantes en 2010, los 200 cuerpos encontrados en fosas clandestinas en San Fernando, Tamaulipas en 2011 y la matanza de 49 personas en Cadereyta en 2012, cuyos cuerpos fueron desmembrados para dificultar su identificación. La exigencia es la identificación y repatriación de los cuerpos, el castigo a los culpables, y el derecho de las víctimas a la memoria y a la verdad.

En los últimos años, la alusión al Calvario de Jesús para hablar del sufrimiento a lo largo del camino se ha convertido en un modo de denuncia política de los crímenes en contra de los migrantes. De este modo, en abril de 2014 los huéspedes del albergue “La 72” emprendieron un vía crucis migrante. Alrededor de 400 migrantes esperaban en el lomo del tren en Tenosique para llegar a la frontera con el estado de Veracruz en su vía crucis, pero no pudieron avanzar porque la empresa ferroviaria desenganchó la máquina y los dejó varados. “¿Qué hacemos?”, recuerda Fray Tomás que se preguntaron. Y los migrantes respondieron sin dudar: “caminar”.

Fray Tomás lo relata aún emocionado: “No teníamos contemplado hasta dónde llegar. En Palenque se unieron unos 200 migrantes más y en Villahermosa la Iglesia nos alimentó. Los migrantes ya estaban envalentonados y decidieron seguir”. Cada día se sumaban peregrinos y kilómetros andados, hasta que llegaron a la ciudad de México. Para entonces ya eran unos 1 400 migrantes y casi 1 000 kilómetros recorridos a pie, a bordo de autobuses o camionetas. El vía crucis sorprendió a la prensa y las autoridades. En la capital del país exigieron libertad de tránsito y las autoridades migratorias les dieron un permiso que les permitió llegar a la frontera con Estados Unidos sin ser detenidos. “Sin el derecho al libre tránsito, los otros derechos no sirven. Un migrante puede llegar a un hospital a exigir acceso a la salud, pero al salir lo van a deportar; puede pedir una visa humanitaria si fue víctima de un delito, pero se la pueden negar y deportarlo”.

El logro de los migrantes se suma a las caravanas por la búsqueda de sus hijos desaparecidos que cada año realizan madres de Centroamérica. “Estos son ejemplos de cómo la defensa ha traspasado a los defensores y ha sido asumida por ellos mismos”, dice Rubén Figueroa, coordinador del Movimiento Migrante Mesoamericano, que acompaña ambos esfuerzos.

Y aunque la lucha por sus derechos no da tregua –cuatro meses después del vía crucis el gobierno mexicano blindó las fronteras con el Plan Frontera Sur para impedir su flujo– los migrantes han empezado ya a trazar la ruta hacia su propia liberación.

 

Mayor información:

Este articulo se publicó en la revista Perspectivas No.3: "Ir, venir, quedarse, seguirle - Facetas de la migración en América Latina" que puede bajar gratuitamente aquí