Las ambigüedades de los feminismos latinoamericanos y el neoliberalismo

Los movimientos feministas latinoamericanos de la década de 1970 surgieron en el transcurso de las luchas de resistencia contra regímenes fuertemente represivos: juntas militares asumieron el poder en Brasil en 1964, en Bolivia 1971, en Uruguay y Chile en 1973 y en Argentina en 1976, instituyendo dictaduras tecnocráticas que usaron la tortura, las desapariciones y el asesinato para eliminar a la izquierda, destruir los sindicatos y desmovilizar a la sociedad civil. Con ello se sentaron las bases para la transformación radical del proyecto económico desarrollista y el desmantelamiento del modelo societal imperante.

Cabe recordar que el desarrollismo latinoamericano de sustitución de importaciones nunca fue plenamente fordista; el salario familiar –hombre proveedor, mujer dueña de casa– siguió siendo un privilegio de una pequeña minoría de trabajadores cualificados, incluso en Argentina, México y Venezuela. Las latinoamericanas trabajaban en su mayoría –ya fuese en el campo o como empleadas domésticas, mientras que las mujeres de la élite eran liberadas del trabajo doméstico por sus criadas. El desarrollismo fue incapaz –en buena medida por la ausencia de una reforma agraria redistributiva– de mitigar la pobreza y la desigualdad que sustentaron la militancia de la década de 1960 en la región, que las dictaduras militares intentaron aplastar. Con las intervenciones militares se abría una etapa de cambios no sólo en las bases materiales de la sociedad sino que también en el modelo de sociedad, en las relaciones sociales, y la cultura. Ahora bien, aunque las dictaduras fueron en muchos casos las que sentaron las bases de un nuevo orden, un orden neoliberal, ha sido la tarea de las alianzas políticas en democracia impulsar e profundizar en los cambios. Cabe preguntarse, cuál ha sido la contribución de los discursos y prácticas feministas a este proyecto refundacional?

Es importante recalcar que los movimientos feministas que emergieron en Latinoamérica en la década de 1970 no eran meramente imitativos de las experiencias estadounidenses o europeas; a menudo suponían reconfiguraciones de corrientes preexistentes en la región –entre ellas, socialista, anarquista, católica, liberal– con tradiciones de activismo, investigación e intervenciones culturales que se retrotraían al siglo XIX. Aún más, mucho más que en Europa y Norteamérica en ese periodo, la movilización feminista latinoamericana se caracterizaba por la integración de mujeres intelectuales y de clase media en las luchas por sus derechos fundamentales y por la igualdad, en contextos altamente represivos. Asimismo, es importante recordar que a las feministas socialistas y radicales se unieron “feministas populares”, mujeres de sectores populares activas en asociaciones eclesiásticas o vecinales, que se organizaron contra las dictaduras. Una importante capa de estas feministas activas procedía de los movimientos revolucionarios que habían surgido en la década de 1960, inspirados sin duda por la revolución cubana y como respuesta a la desigualdad económica y a las intervenciones imperialistas estadounidenses. Estas jóvenes militantes de la izquierda revolucionaria se convirtieron en “las fervientes feministas de la década de 1970”, y a menudo asumieron una “doble militancia”, siendo activas tanto en partidos de izquierda como en grupos de mujeres. Pero quizás igualmente importante a largo plazo fue el fuerte aumento del activismo católico.

A pesar de que las narrativas feministas latinoamericanas insisten en gran medida en hacer una interpretación laica del activismo de las mujeres, la historia de la movilización social del continente deja claro que el pensamiento y la práctica católicas fueron significativos desde finales de la década de los cincuenta. Sumado a esto, la enseñanza alfabetizadora y la pedagogía autoemancipadora popularizadas por el educador brasileño Paulo Freire influyeron enormemente en el trabajo solidario de las feministas latinoamericanas de esta época, al igual que en la izquierda militante y también, de hecho, en la teología de la liberación. Los movimientos activistas hicieron suyas las metodologías de educación popular crítica y las combinaron con un programa feminista básico –entre cuyas cuestiones podrían incluirse la sexualidad de las mujeres, el derecho, las relaciones padres-hijos, el desarrollo personal– para usarlas en el trabajo educativo con las mujeres rurales y urbanas de sectores pobres. Las técnicas pedagógicas de Freire se convertirían así en la lingua franca para los proyectos de desarrollo de género emprendidos por las ONGs feministas en la década de 1980. Más aún, vale mencionar que estas técnicas siguen siendo utilizadas en toda la región para llegar a las mujeres de zonas rurales, incluyendo a aquellas de comunidades indígenas.

Quizás la idea más importante para el feminismo latinoamericano fue la de la autonomía personal, tanto material como psicológica. La autonomía era la noción central, tanto en los talleres destinados a promover la conciencia feminista y el desarrollo personal entre las mujeres pobres y de clase trabajadora que surgieron en todo el continente en las décadas de 1970 y 1980, como en los debates planteados en las reuniones nacionales y regionales, los Encuentros Feministas de Latinoamérica y del Caribe, organizados con regularidad desde 1981. El discurso allí elaborado se centraba en el llamamiento a que las mujeres se convirtiesen en autoras autónomas por derecho propio, “ser para sí mismas”, liberadas de las formas de feminidad centradas en la maternidad que las reducían a “seres para otros” y las encerraban en una función subordinada. Estas posiciones iban asociadas a una nueva militancia feminista comprometida, que emergió del activismo feminista de las mujeres de izquierda. Pero, la crítica a la maternidad como principal impedimento para la autonomía de las mujeres –el hincapié en crear un espacio propio, no sólo física sino también emocional y psicológicamente, rompiendo así con la feminidad tradicional– planteada en general por feministas jóvenes con formación universitaria, iba en contra de las posiciones maternalistas adoptadas por los grupos eclesiásticos, que a menudo movilizaban a las mujeres en cuanto madres. Asímismo, para muchas mujeres negras e indígenas la maternidad seguiría constituyendo un importante espacio para efectuar reivindicaciones. “Las mujeres de Chiapas no queremos seguir dando hijos ni para alimentar ejércitos, ni para justificar la violencia y las guerras... Tampoco queremos seguir proporcionando fuerza de trabajo barata para las empresas neoliberales”[1], declaraba un encuentro de quinientas mujeres en San Cristóbal de las Casas a principios de los años 2000.

Así las prácticas feministas latinoamericanas se mantuvieron entrelazadas con las relaciones sociales jerárquicas existentes, y la solidaridad adoptó a menudo la forma de una relación pedagógica en la que las activistas con mayor formación buscaban ayudar a otras mujeres a alcanzar su propia autonomía. Inevitablemente esto corría el riesgo de reproducir las desigualdades estructurales de clase y raza, y por lo tanto los conflictos entre las diversas tendencias feministas estuvieron presentes desde el comienzo, al igual que los intentos de visibilizar las exclusiones racistas y clasistas del movimiento. En el Encuentro Feminista organizado en 1983 en Lima, las participantes negras e indígenas organizaron un taller sobre racismo que exigió incluir esta cuestión en los encuentros posteriores. Cuando la cuestión racial fue dejada de lado en el Encuentro organizado en El Salvador en 1993, las mujeres indígenas y afrolatinoamericanas lucharon para volver a situarla en la agenda del Encuentro de Cartagena, Chile, en 1996. El taller sobre “El lado oscuro y discriminado del feminismo en el ser y hacer feminista” introdujo con fuerza su voz en el debate.

No cabe duda que el feminismo ha prosperado en nuestra era neoliberal; ha pasado de ser “un movimiento contracultural radical” a convertirse en un “fenómeno social de masas” que transforma opiniones sociales y remodela las percepciones predominantes sobre la familia, el trabajo y la dignidad. El neoliberalismo ha sido, de hecho, un fenómeno con profundas connotaciones de género. Así, la participación de las mujeres en la economía remunerada en cifras históricamente insólitas ha sido fundamental en las estrategias de flexibilización laboral. Las mujeres también han sido objetivo de los renovados esfuerzos reguladores de normas de género por parte del Estado que están dirigidos a “preparar” a aquellas que no están aún en el mercado laboral para la empleabilidad, convirtiéndolas así en una reserva de trabajadoras potenciales. Queda claro que los legados feministas han destacado en estas políticas.

 

¿Cómo y por qué se entrelazaron las feministas latinoamericanas en el proyecto del neoliberalismo?

El concepto feminista clave de la autonomía material y psicológica de las mujeres, realizado mediante prácticas pedagógicas de empoderamiento, ha llegado a desempeñar una función clave en el proyecto cultural del neoliberalismo latinoamericano. Ha sido integrado así en los programas sociales dirigidos a sectores pobres por las burocracias estatales y sus ONGs subcontratadas. El tema de desarrollo personal es, de hecho, un requerimiento de formación explícito en los programas chilenos y colombianos contra la pobreza, cuyo objetivo es promover una nueva identidad femenina, y cuestionando una subjetividad en apariencia pasiva, pero que está simultáneamente equiparada a una orientación permanente hacia los demás, por ejemplo como madres o amas de casa. Esta institucionalización de la búsqueda de autonomía, o “empoderamiento”, feminista ha creado sin duda un nuevo espacio para las mujeres, aunque también las ha atrapado en nuevas relaciones de opresión y a menudo de explotación. La autonomía proporcionada por el modelo neoliberal de familia con dos salarios y trabajo “flexible” tiene sus costos: la emancipación sirve para alimentar el motor de la acumulación capitalista, mientras que el trabajo del cuidado no remunerado e invisible sigue recayendo en gran medida en las mujeres.

Dadas las verdaderas condiciones existentes de intensificación de la precariedad económica y social, estos programas contra la pobreza sensibles al género, que se justifican en términos de autoempoderamiento e inclusión, operan también en la práctica como mecanismos de exclusión. La “responsabilización” de las mujeres, en particular, ha sido acompañada por una drástica criminalización de la pobreza en aumento –y de la pobreza masculina en especial– a través de la policía y los tribunales, y los sistemas carcelarios crecientemente privatizados. En otros términos, Los hombres expulsados por la reestructuración del capitalismo son objetivo desproporcionado de las estrategias de contención coercitivas del Estado.

Vale subrayar que el ascenso de un feminismo institucionalizado en América Latina no sólo supuso la transformación de ideas, sino el movimiento activo de cuerpos, prácticas y discursos desde los espacios de la oposición política a los organismos de gobierno, incluidos los centros de investigación y los grupos de análisis con tendencia política. En efecto, durante la década de los 1990 se vislumbró en toda la región la consolidación de un “feminismo de lo posible”, que enlazó una política de mujeres de corte liberal y pragmática con la agenda más amplia de una democratización cautelosa que operaba dentro de los límites establecidos por las relaciones capitalistas locales e internacionales. Este giro, entonces, potenciado por programas de modernización institucional neoliberal generosamente financiados, permitió a algunas mujeres convertirse en voces dominantes del feminismo e interlocutoras legítimas de los organismos gubernamentales y transnacionales, mientras otras quedaban al margen y eran silenciadas. Asimismo, esta reubicación feminista determinó quiénes se convertirían en intermediarias de los esfuerzos para promover una agenda transnacional de igualdad de las mujeres, basada en el despliege del género como un concepto técnico y enmarcada en el lenguaje de los derechos humanos liberales. Ayudó además a definir quiénes serían las ganadoras y quiénes las perdedoras en la institucionalización del feminismo que Sonia Alvarez describiera como la oenegización de los feminismos latinoamericanos, aquel en el que activistas convertidas en burócratas aplicarían sus conocimientos feministas a la experiencia política, mientras que sus hasta entonces hermanas más pobres serían alistadas como clientes de programas sociales que las clasifican como sujetos empoderados de derechos los que deberían hacer valer en el mercado.

Es importante recordar que el ascenso de este „feminismo de lo posible“ en América Latina fue duramente criticado en los sucesivos encuentros regionales. En efecto, en el Encuentro Feminista organizado en 1993 en El Salvador se vivieron fuertes divisiones acerca de las propuestas de la OCDE de financiar la asistencia de los países en vías de desarrollo a la Conferencia Mundial sobre la Mujer que la ONU organizaría en Pekín en 1995. Muchas participantes se opusieron drásticamente a la propuesta de que los burócratas de USAID determinasen y financiasen cinco grupos de ONG para que actuasen como entidades focales de México, Centroamérica, los países andinos, Brasil y el Cono Sur, centrándose en el tema “violencia y participación política”. Las discusiones entre feministas “autónomas” e “institucionalizadas” se intensificaron aún más en el Encuentro Feminista de Cartagena en 1996. En la reunión de República Dominicana en 1999 se produjeron acalorados debates sobre la oenigización y el financiamiento del Encuentro Feminista en sí (por Oxfam, Unifem, la Fundación Heinrich Böll y la Global Foundation, entre otros). En esta ocasión, las feministas autónomas sostenían que el movimiento tenía que volver a sus raíces críticas y subversivas: “con la política de lo posible logramos cosas, tenemos cuotas de poder, pero a veces ese poder se vuelve un espejismo.”[2] En Costa Rica, tres años después, la defensa por parte de la feminista dominicana Magaly Pineda de la presencia de maquilas sobre la base de que ofrecían independencia económica a las mujeres, fue atacada en pleno por la trabajadora hondureña Daisy Flores, quien sostuvo que “Las maquilas son lugares de tortura y no significan una alternativa al trabajo digno para las mujeres.” La declaración final de este Encuentro atacaba a los gobiernos “donantes” que simultáneamente libraban guerras e imponían políticas neoliberales, que terminan reforzando un mundo de violencia y miseria. Finalmente, la feminista venezolana Yanahir Reyes ha puesto en claro que los logros del feminismo en la Venezuela posneoliberal también estan siendo impugnados debido a la persistencia de problemas de violencia y sexismo, a pesar de que se han logrado algunos avances legales y sociales que apuntan al crecimiento de la autoestima de las mujeres.

Cabe subrayar que investigadoras feministas también han documentado lo que Maruja Barrig de Perú denominara acertadamente como “descontentos” del feminismo latinoamericano. El traslado a los pasillos del poder, escribe Barrig acerca del feminismo pragmático en Perú, significó inevitablemente eliminar las críticas al capitalismo y a las clases sociales. De manera más importante, quizá, las políticas meliorativas de la agenda feminista liberal en América Latina han sido incapaces de cuestionar las crecientes diferencias por razones de clase y raza entre las mujeres de la región. Así los recientes avances capitalistas, en especial el aumento importante de la presencia de industrias extractivas y agroempresas y sus devastadores efectos sobre las comunidades rurales y el medio ambiente, han exacerbado las divisiones entre los diferentes grupos de mujeres en la región y han ampliado el abismo entre ganadoras y perdedoras en este nuevo contexto. Y, estas diferencias se reflejan hoy en las nuevas políticas del feminismo y las movilizaciónes de mujeres. Por un lado, existen hoy en dia muchas organizaciones y “colectivos” feministas en toda la región que se ocupan de variados temas y que han logrado atraer a nuevas generaciones de mujeres, generalmente de clase media. Por el otro, a medida que los efectos de un capitalismo desposeedor se hacen sentir por igual en áreas rurales y urbanas, algunas voces están articulando desde los márgenes sociales sus propias visiones y planteando sus demandas específicas. Al mismo tiempo, expresiones renovadas de un feminismo popular –que enfatizan la diversidad y sensibilidad hacia la sustentabilidad ambiental y económica, por ejemplo– están haciéndose cada vez más visibles. Para estas feministas “populares”, así como para muchas afrodescendientes e indígenas, las demandas de justicia de género derivan de la propia situación material, y sus luchas por ende no han podido ignorar la crítica de la economía política.

Lo anterior nos sugiere que el destino de los feminismos latinoamericanos del siglo XXI difícilmente puede separarse de la dinámica más amplia que estructura las desigualdades sociales, económicas y raciales de la región. Es decir, un feminismo crítico y renovado, capaz de contribuir a un proyecto emancipador mas amplio, debe inevitablemente anclarse en esta realidad social y económica. Solo asi logrará ser relevante para la mayoría de las mujeres.

 

Este artículo se encuentra en PERSPECTIVAS #2 Una Cuestión de género- Realidades de vida en América Latina

 

[1] Olivera, Mercedes (2005): El movimiento independiente de mujeres de Chiapas y su lucha contra el neoliberalismo, en: Edición especial en castellano: Feminismos disidentes en América Latina y el Caribe, Nouvelles Questions Féministes: Revue Internationale Francophone, vol. 24, núm. 2, p. 106

[2] Restrepo, Alejandra / Bustamante, Ximena (2009): 10 Encuentros Feministas Latinoamericanos y del Caribe: Apuntes para una historia en movimiento, México D.F., S. 45.